Page 92 - Vive Peligrosamente
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como miembros del Ejército de ocupación alemán, podíamos encontrar
unas botellas de champaña por muy poco dinero; una botella costaba,
entonces, diez francos, o sea, cincuenta "pfennig". Mis camaradas
aceptaron entusiasmados asistir a la fiesta invitados.
Todos ellos eran soldados de mi División. Fueron obsequiados con una
sopa, pescado al horno y huevos revueltos. Unas cuantas copas de coñac y
un gramófono hicieron las delicias de la sobremesa.
Encontramos dos muchachas en el mismo lugar donde celebramos la
fiesta. ¡No puede extrañar, pues; que nos esforzásemos en obtener sus
favores, máxime teniendo en cuenta que vivíamos como anacoretas! Todo
hacía suponer que el poco francés que había aprendido en la escuela,
acompañado por una elocuente mímica y por todos aquellos gestos que
pueden ser considerados "internacionales" en los agradables y anchos
dominios del amor, me harían salir triunfante en mi empresa. Conseguimos
que las muchachas se dejasen invitar, incluso que bailasen con nosotros.
Nos dijeron que estaban allí en condición de evacuadas en unión de su
"jefe", un alto empleado estatal de París, pero no pudimos sacarles el
motivo de su voluntario exilio.
Una de las chicas, cuyo pelo era negro como el azabache, se portó
conmigo de una manera muy natural; charlamos como suele hacerlo
cualquier pareja joven que acaba de encontrarse. Sin embargo, la otra, una
rubia despampanante, era recelosa en extremo y su recelo fue aumentando a
medida que avanzaba la velada. Por pura casualidad entendí algunas partes
de la conversación que sostuvieron ambas cuando me disponía a salir de la
estancia. No entendí todas sus palabras, pero sí las suficientes para darme
cuenta de que la rubia reprochaba a su compañera, la morena, su
amabilidad para con los "baches". Fue la primera vez que oí la despectiva
palabra con la que los franceses se referían a nosotros, los alemanes. La oí
por vez primera, pero conocía perfectamente su significado, ya que había
sido usada en la primera guerra mundial.
Algo más tarde, me informé de la procedencia de las dos jóvenes. Y así
supe, lo que me dio que pensar, que la morena estaba casada con un oficial
francés de artillería y que desconocía el paradero de su marido. Pero... ¡no
nos miraba como enemigos!
En cambio, la otra se apellidaba Müller y hablaba un excelente alemán,
cosa que nos había ocultado durante la velada. Era alsaciana; sus padres
sólo tenían la consideración de franceses desde 1918. ¿Es que acaso, me
pregunté, los alemanes no se consideran como tales si no lo son en un