Page 326 - El Misterio de Belicena Villca
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Contrastando con dicha euforia guerrera se advertía una angustia terrible
                 retratada en los rostros de numerosos ciudadanos. Eran quienes constituían la
                 primitiva población habiro de Borsippa, pastores y comerciantes, que adoraban
                 desde siempre al Demiurgo Enlil.
                        Según sus tradiciones, Jehová Satanás había preferido al pastor Abel y
                 despreciado al agricultor Caín lo que es coherente puesto que “pastor es el oficio
                 del animal hombre”, hijo de Jehová, según enseña la Sabiduría Hiperbórea. Por
                 estas razones experimentaban un odio  profundo contra el  Rey Nimrod y los
                 Iniciados cainitas. Un odio como sólo pueden sentir los cobardes, aquellos que,
                 en todo semejantes a los moruecos y ovejas que apacentan, se autodenominan
                 “pastores”. Ese odio al guerrero es el  que disfrazado hipócritamente exalta las
                 “virtudes” del sentimentalismo, la caridad, la fraternidad, la igualdad, y otras
                 falsedades que se conocen muy bien por sufrirlas en esta  civilización de
                 pastores en que nos ha hundido el judeocristianismo de la Sinarquía. Y ese odio,
                 que estoy considerando, surge y se nutre de una fuente denominada miedo.
                        Miedo y Valor: he aquí dos opuestos. Ya se vio el poder trasmutador del
                 valor, cuya expresión es el Furor del Guerrero. El miedo en cambio se expresa
                 por el odio pusilánime y refinado, el que después de múltiples destilaciones da la
                 envidia, el rencor, la maledicencia y toda clase de sentimientos insidiosos. El
                 miedo es pues un veneno para la pureza de sangre como el valor es un antídoto.
                 La exaltación del valor eleva y trasmuta; disuelve la realidad. La exacerbación del
                 temor, en cambio, hunde en la materia  y multiplica el encadenamiento a las
                 formas ilusorias. Por eso los pastores habiros de Borsippa murmuraban entre
                 dientes las oraciones a Enlil mientras, como hipnotizados de terror, contemplaban
                 la ceremonia cainita.
                        A primera hora de la mañana, cuando Shamash, el Sol, recién había
                 despertado, los tambores y las flautas ya estaban electrizando el aire con su
                 ritmo monótono y ululante. En las distintas terrazas de la Torre las Iniciadas
                 danzaban desenfrenadamente mientras repetían sin cesar Kus, Kus, invocando al
                 Dios de la Raza. Los Hierofantes, en número de cincuenta, oficiaban los ritos
                 previos a la batalla instalados en torno al enorme mandala laberíntico construido
                 en el piso de la torrecilla superior con mosaicos de lapislázuli, réplica exacta del
                 laberinto de la base del Zigurat. En todo el recinto predominaba el color azul
                 destacándose con un intenso y titilante brillo la gran Esmeralda verde consagrada
                 al Espíritu de Venus, la Diosa que los  semitas llamaban Ishtar y los sumerios
                 Imnina o Ninharsag.
                        Mientras los Hierofantes permanecían bajo el techo de la torrecilla
                 superior, afuera, en los pasillos laterales el Rey Nimrod y sus doscientos
                 arqueros se preparaban para morir.
                        El climax bélico iba  “in crescendo” a medida que pasaban las horas.
                 Cerca del medio día podía observarse un vapor ectoplasmático color ceniza que
                 se colaba por las columnas de la torrecilla superior y giraba lánguidamente
                 alrededor de éste, envolviendo en sus caprichosas volutas a los imperturbables
                 guerreros. Dentro de la torrecilla, el vapor cubría la totalidad del recinto pero no
                 sobrepasaba la cintura del más alto de los Hierofantes.
                        La muchedumbre que permanecía petrificada observando la cúspide de la
                 enorme Torre asistió de pronto, atónita, a un fenómeno de corporización del
                 vapor. Al principio, sólo algunos lo advirtieron, pero ahora era visible para todos:
                 la nube adoptaba formas definidas que permanecían un momento para disolverse

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