Page 119 - Egipto TOMO 2
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ofrecen un carácter muy singular: pues vienen á ser algo parecido á un juicio de los muertos,
bien que, como acontecía ya entre los antiguos egipcios, queda reducido á una mera cere-
monia. Para ello el celebrante se vuelve hácia el acompañamiento y le pregunta: «¿Qué
» testimonio tributáis al difunto?» A lo cual costestan los presentes: «Sostenemos que perte-
»necia al número de los fieles.» La contestación es siempre la misma, pues se abriga la
presunción de que áun cuando el difunto hubiese sido en vida un hombre sin creencias, el
Todopoderoso, vencido por el testimonio unánime de los creyentes, en virtud de su miseri-
cordia infinita, no sólo lo ha de acoger benignamente, sino que ha de perdonarle todos sus
pecados. En todas estas ceremonias se emplean breves momentos y después de ellos el
cortejo vuelve á ponerse en marcha, dirigiéndose apresuradamente al cementerio, situado en
las afueras, al través del bullicio de las calles. Al llegar á aquél, encuéntrase al sepulturero
que ha dispuesto ya la tumba: una pequeña hoya abovedada, construida con ladrillos y
cubierta de tierra, en dirección de norte á sud. Rézase una corta plegaria; sácase del ataúd el
cadáver, amortajado cual hemos dicho, introdúcese en el nicho por la abertura situada en el
extremo norte y con la cabeza hácia el sud, es decir, mirando á la Meca, v descansando sobre
el lado derecho, y se cierra la abertura con piedras y arena. Hecho esto es indispensable
recordar al difunto la conducta que debe observar respecto de los dos ángeles que guardan su
sepulcro,—costumbre no bien vista por la generalidad de las gentes, — para lo cual uno de los
fikis se inclina hasta la abertura recien cerrada, y con voz solemne pronuncia las siguientes
palabras: «¡Olí tú, siervo de Dios, hijo de un siervo de Dios y de una sierva de Dios! ten
» presente que ántes de mucho se presentarán en el lugar donde reposas dos ángeles
» encargados de interrogarte. Si te preguntan: — ¿Quién es tu Señor?— Contéstales: — Allah
»es mi Señor. — Si te preguntan: — ¿Quién es tu profeta?— Contéstales: — Mahoma es mi
»profeta.» Para quien conoce el Libido de los muertos en esas fórmulas de que debe servirse
el difunto como de un arma ó talismán en el otro mundo, no puede ver más que reminiscen-
cias de las prácticas usadas en el antiguo Egipto.
Los musulmanes creen que el alma humana, inmediatamente después de la muerte, es
conducida al paraíso ó al infierno por los ángeles destinados á semejante servicio, con lo cual,
sabedora de la suerte que le aguarda, vuelve á la tumba, é introduciéndose debajo de la
mortaja, colócase sobre el pecho del difunto, en cuya disposición oye todo cuanto se le dice,
escucha los consejos que se le dictan y sabe por consiguiente qué partido debe tomar para
cuando lleguen los ángeles de la muerte. Son estos Munkar
y Nekir, ó también Nakir y
Nekir, los cuales no se hacen esperar mucho tiempo, y que, según los pinta la imaginación de
los creyentes, son dos espectros negros, con dientes muy agudos, luenga y cerdosa cabellera
que hasta el suelo les arrastra, ojo penetrante, voz ronca y cavernosa y empuñan agudos
tridentes. En cuanto el alma, que no es mayor que el cuerpo de una abeja, — la de los
impíos es algo más grande á causa de lo grosero de su sustancia, — les ha avistado, se
cuela en la nariz del difunto, con lo cual éste se reanima, se incorpora y en esta situación
guarda el interrogatorio que va á comenzar. Si
el muerto apela á su honor, su tumba se