Page 134 - Egipto TOMO 2
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134 EL CAIRO
el jeque de los Sadijahs, que ha pasado la noche en el ayuno y la oración, para hacerse
digno de realizar el milagro, terminada su plegaria del medio dia, en la mezquita de Hu&&ein,
se halle en estado de cabalgar en su blanco corcel. Hasta dicho momento la muchedumbie
permanece tranquila, y circula libremente por ambos lados de la calle, que mantienen
despejados fuerzas del ejército; pero al paso que se aproxima el medio dia y son de cada ’s.ez
más ardientes los rayos del sol, las masas van siendo más compactas y se hace más percep-
tible ese rumor característico, anuncio de grandes acontecimientos. De repente retumba el
empuñando estandartes que
cañonazo que, disparado en la ciudadela, anuncia el medio dia y
flotan al viento y al son de las trompetas pasan ante nuestros ojos al trote diferentes grupos:
son los derviches Sadijahs y Rafejahs, á los cuales se han unido no pocos voluntarios y
entusiastas. Los espectadores se agrupan á lo largo del arroyo: nuevos grupos desordenados
siguen á los primeros, y sus gritos y su entusiasmo se comunican á la muchedumbre que
hasta aquel momento había conservado su tranquilidad y sangre fria, siendo consecuencia
de ello el encontrarnos rodeados de innumerables devotos que oran y recitan el Coran
incesantemente. La extensa Via dolorosa hállase materialmente alfombrada de cuerpos
humanos: las gentes que se encuentran delante de nosotros han comenzado á prosternarse:
con la cabeza hácia el lugar donde estamos, y las piernas en opuesto sentido, y con los
brazos colocados debajo del rostro murmuran continuamente: «¡Allah, Allah, Allah!»
Entre tanto se trabaja en colocar los cuerpos lo más junto posible unos de otros, á fin de que
las patas del caballo deslizándose entre unos y otros no puedan producir lesiones graves. Así
dispuestos, los cuerpos elásticos de los árabes forman una línea estrecha y ondulada que no
ofrece peligro de accidente grave. En tanto que los fieles permanecen tendidos, la mitad de
ellos sin conciencia de lo que pasa, y dejan escapar el sordo rumor de Allah, los espectadores
más próximos Jes hacen aire con sus vestidos. Los derviches organizadores corren desalados
de un extremo á otro de este camino viviente, inflamando á la muchedumbre con sus
apostrofes fanáticos. La exaltación crece y se inflama por momentos, y hasta nosotros
mismos sentimos una insólita agitación nerviosa: apodérase de un hombre justo que se halla
delante de nosotros, un piadoso furor; la palabra Allah por mil voces proferida surge del
suelo produciendo un rumor indescriptible ; el pueblo ora y murmura sentencias del Coran
en derredor del sitio que ocupamos, y por más que hacemos, cual si nos dominara la
fascinación, no podemos apartar las miradas de los rostros mortecinos y de los ojos extra-
viados de las desgraciadas víctimas.
Pasa corriendo delante de nosotros un derviche diciendo á gritos: «Vosotros los creyentes,
> pronunciad todos el nombre de Dios.» A lo léjos se vislumbra la figura de un jinete, que
se ve obligado á detenerse un instante ; pues el caballo se encabrita resistiéndose á pasar
sobre aquella alfombra de cuerpos humanos; mas al cabo, á fuerza de espolear al noble
bruto y de tirarle de las riendas vence su repugnancia, y pisoteando espaldas, cuellos y
dorsos adelanta á grandes pasos, y deslizase ante nosotros llevando al transfigurado jinete.
Es este un anciano venerable de luenga barba gris, que parece sumamente fatigado y más