Page 151 - Cómo no escribir una novela
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primer paso es reconocer que se tiene un problema. Pero los lectores no aceptarán las
          coincidencias inverosímiles de tu novela o tu prosa previsible sólo porque reconozcas
          que tienes un problema. Tienes que solucionar ese problema. Un error relacionado con

          éste es tratar de mantener el suspense haciendo que el personaje niegue lo que es una
          obviedad flagrante:



                   ¡Ja! Me reí sólo de pensarlo. Mi nuevo novio, ¿un vampiro? ¡Imposible!

               Sólo porque nunca lo vea durante el día, tenga la piel extremadamente pálida
               y  dé  unos  misteriosos  paseos  por  las  noches  y  luego  vuelva  con  cara  de
               satisfacción, y a todo esto, mis amigos vayan desapareciendo uno tras otro…
               ¡Es ridículo! No existen los vampiros en la vida real. Voy a desechar esa idea

               de inmediato.



               Cuando se descubre el pastel —que el novio de la chica es un vampiro— nadie se
          sorprende. Si quieres ocultarle algo al lector, escóndelo bien. No sirve de nada que el

          protagonista reitere varias veces que eso no es así o que no pasa nada.







                                                                                      Qué verde era mi valle
                                                               Cuando un personaje se desentiende de la
                                                                                        escena para recordar



               Cuando llegó a la fiesta de aquellos pijos de Manhattan, Betty Jo sintió que
               una ola de aburrimiento la asaltaba. Cómo deseó poder volver a su casa, con
               su familia, rasguear su banjo en el porche mientras el abuelo Lee tocaba el

               violín. ¡Oh, las cálidas noches de su juventud en el Sur! Mamá cocinaría una
               olla de callos mientras papá fumaría su pipa de picadura en una esquina con
               los perros de caza dormitando a sus pies.

                   Cuando las baladas se hubieran terminado ella se quedaría allí sentada
               durante horas, mirando las estrellas y apartando de su cara los mosquitos y
               los murciélagos. El aroma de los magnolios y de esos platos tan humildes era

               más agradable que cualquier elegante perfume francés.
                   Dos horas más tarde, se fue de la fiesta sin haber hablado con ninguno
               de esos estirados neoyorquinos. Ya en el taxi se entregó por completo otra

               vez a los recuerdos de su hogar.
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