Page 85 - Cómo no escribir una novela
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Los  escritores  primerizos  a  menudo  creen  que  los  verdaderos  genios  sólo  usan  las
          palabras más arcanas del idioma, las entradas más olvidadas del diccionario, vamos,
          esas palabras que no podrían sobrevivir por sí mismas en un entorno natural.

               Lamentamos decirte que la literatura no consiste en eso. Eso es exhibicionismo, y a
          muy poca gente le gustan esos espectáculos.
               Por  supuesto  que  hay  palabras  que  uno  escribe  y  que  nunca  diría  en  una

          conversación (El vigía distinguió unas nubes de tormenta en lontananza), pero esas
          palabras que llaman la atención por su rareza apartan la atención de la historia que se
          está contando y hacen que el lector piense en el autor y en su vocabulario. En el peor de

          los  casos  empieza  ahí  una  partida  de  ping-pong  entre  el  Tesoro  de  la  Lengua  que
          maneja el escritor y el diccionario del lector.
               Cuando  el  lector  debe  detenerse  por  el  asombro  que  le  provoca  tu  acrisolado

          vocabulario, o peor aún, debe detenerse porque la palabra que has utilizado significa
          para él lo mismo que una sarta de letras en ruso, se descuelga de tu historia.
               Esto no significa que debas escribir con una mano atada a la espalda, teniendo buen

          cuidado en emplear un lenguaje accesible para un niño de quinto de primaria. No hay
          nada malo en que el lector recurra al diccionario de vez en cuando. Sin embargo, la
          única razón legítima para que lo haga es que la palabra que has escogido es la más

          perfecta para expresar tu idea. Por lo general, si escribes «ebúrneos» en vez de «de
          marfil»,  eso  no  le  dice  nada  al  lector,  aparte  del  hecho  de  que  conoces  la  palabra

          «ebúrneo».






                                                                                      El peluche crepuscular

                                                                    Cuando el autor hace gala del amplio
                                                                                    vocabulario que no tiene


               Henderson  estaba  manejándose  con  las  cazoletas  del  bikini  de  Melinda,

               rumiante sobre sus anhelos.
                   —Ah, ¿ya te has despertado? —trinó él.
                   Ni que decir tiene que sabía que su sueño se debía a la híspida droga que

               había  vertido  de  matute  en  su  copa  antes  de  que  desembarcaran  de  su
               goleta privada. Acezante, observó su bikini desparramarse por el suelo y se

               zambulló en su estentóreo bustier.
                   Él,  usurariamente,  descargó  una  miríada  de  veces  en  la  inocente  y
               funámbula  muchacha.  Ella  ni  se  conmutó,  piruleta  y  enviscada  como  se
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