Page 150 - Fantasmas
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FANTASMAS


            del peso  del martillo,  que  tiraba  de su  muñeca  hacia  el suelo.
            Su padre le agarró la otra  mano y  la levantó  dirigiéndola  hacia
            los escuálidos  pechos de la señora  Kutchner.  Apoyó las yemas
            de los dedos  de Max  en  un  punto  situado  entre  dos costillas  y
            entonces  éste miró a la cara  de la mujer muerta, con  la  boca abier-
            ta como  si se dispusiera a decir:  «Ya pareces  mi doctor, Max Van

            Helsing».
                 —Toma —dijo su padre, deslizándole  una  de las estacas  en
            la mano—.  Tienes que sujetarlo por aquí, por la empuñadura.  En
            un  caso  real, el primer golpe estará  seguido de gritos, blasfemias
            y una  lucha desesperada por escapar.  Los malditos  no  son fáciles
            de matar.  Debes  aguantar  sin rendirte,  hasta que la hayas empa-
            lado y haya dejado de resistirse.  Pronto  habrá  terminado  todo.
                  Max  levantó  el mazo  y a continuación  miró  a la señora
            Kutchner,  deseando  poder decirle  que  lo sentía,  que  no  que-
            ría hacer aquello.  Cuando  golpeó la estaca  con  un  fuerte  golpe
            escuchó  un  chillido  penetrante  y él mismo  chilló también,  cre-
            yendo por un  instante  que la señora  Kutchner  seguía viva; en-
            tonces  se  dio cuenta  de que era  Rudy quien había gritado. Max
            era  de complexión  fuerte,  con  pecho ancho  y hombros  forni-
            dos de campesino  holandés.  Con  el primer  golpe había  hecho
            penetrar  la estaca  más de dos tercios,  por tanto  sólo necesitaba
            otro  más.  La sangre  que manó  alrededor  de la herida  estaba fría
            y tenía una  consistencia  viscosa  y espesa.
                  Max  se  tambaleó,  a punto  de desmayarse,  y su  padre lo
            sujetó por el brazo.
                  —Bien  —le susurró  Abraham  al oído, pasándole  un  bra-
            zo por los hombros, y apretándole tan fuerte que le crujieron las
            costillas.  Max sintió  una  pequeña  punzada de placer, una  reac-
            ción automática  a la sensación  de afecto inconfundible  que le ha-
            bía transmitido  el abrazo  de su  padre, que le puso  enfermo.
                  —Profanar  el santuario  del alma humana,  incluso  una  vez
            que su  inquilino  se ha marchado,  no  es  tarea  fácil, lo sé —con-



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