Page 241 - Fantasmas
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Joe  HiLL



            Nada de esto  explica por qué me  dejó, por qué se marchó
      sin avisar.  No fueron  el juicio, ni mis problemas  con  la bebida
      ni mi falta de metas.  La verdadera  razón  de que  rompiéramos
      fue más  terrible  que todo  eso,  tan  terrible  que éramos  incapa-
      ces  de hablar  de ella.  Si Angie la hubiera  sacado  a colación  yo
      me  habría burlado  de ella.  Y además  yo no  podía hacerlo, por-
      que  mi política consistía  en  que nunca  había  sucedido.
            Me encontraba preparando  la cena  (un desayuno  en  rea-
      lidad:  huevos  y tocino),  cuando  Angie llegó del trabajo.  Siem-
      pre me  gustaba tener  la cena  preparada cuando  ella llegaba, era
      parte  de mi plan para demostrarle  que no  era  un  caso  perdido.
      Le dije que cuando  estuviéramos  en  el Yukón  tendríamos  nues-
      tros  propios  cerdos,  ahumaríamos  nuestro  propio  tocino  y
      mataríamos  un  lechón  para  la cena  de navidad.  Me  dijo que
      eso  ya no  le hacía  gracia.  No  fue tanto  lo que  dijo, sino  có-
      mo  lo dijo. Yo le canté  la canción  de El señor  de las moscas
      —mata  el cerdo,  bébete  su  sangre—  en  un  intento  de hacerle
      reír por algo que  desde  el principio  no  había  tenido  ninguna
      gracia,  y ella dijo en  voz  muy  alta:  «Para,  haz el favor  de pa-
      rar».  Llegado  este  momento  dio la casualidad  de que  yo te-
      nía un  cuchillo  en  la mano,  que  había  usado  para  abrir  el pa-
      quete de tocino, y ella estaba  apoyada en  la repisa de la cocina,
      a unos  pocos  metros.  De repente  una  imagen vívida  se  formó
      en  mi cabeza,  me  imaginé  girándome  y cortándole  la gargan-
      ta con  el cuchillo.  En mi imaginación  la vi llevarse  la mano  a
      la garganta,  con  sus  ojos de bebé foca desorbitados  por el asom-
      bro, vi sangre  de color de jugo de grosella empapando  su  sué-
      ter  de cuello  V.
            Y mientras  tenía  estos  pensamientos  miré  su  garganta,  y
      después  sus  ojos. Ella también  me  miraba  y tenía  miedo.  De-
      jó su  vaso  de jugo de naranja  muy  despacio  en  el fregadero,
      dijo que no  tenía hambre  y que necesitaba  acostarse  un  rato.
      Cuatro  días más  tarde  bajé a la esquina a comprar  pan y leche




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