Page 290 - Fantasmas
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FANTASMAS



               Bobby Conroy  abrió  los ojos y los dirigió a su  derecha,
         donde un  niño con  cara  azul de muerto  y pelo lacio y negro  lo
         miraba.  Llevaba  una  sudadera  con  la capucha puesta.
               Harriet aflojó el abrazo y poco a poco se apartó de Bobby.
         Éste miró  al niño unos  segundos  más  —no tendría más de seis
         años—,  y después bajó la vista a la mano  de Harriet,  a la alian-
         za  colocada  en  su  dedo  anular.
               Entonces  sonrió  forzadamente  al niño.  Bobby había ido
         a más  de setecientos  castings  en  los  años que pasó en  Nueva
         York y tenía  acumulado  todo  un  catálogo  de sonrisas  falsas.
               —Eh,  chaval  —dijo—. Soy Bobby Conroy.  Tu madre  y
         yo éramos  amigos  cuando  los dinosaurios  poblaban  la Tierra.
               —Yo  también  me  llamo  Bobby —dijo el niño—.  ¿Sabes
         mucho  de dinosaurios?  A mí me  encantan.
               Bobby  sintió  una  punzada  que  pareció  desgarrarle  las
         entrañas.  Miró  a Harriet  a la cara  —no  quería,  pero  no  pudo
         evitarlo—  y vio que  ésta también  lo miraba,  con  una  sonrisa
         nerviosa  y contenida.
               —Lo  eligió mi marido  —dijo,  mientras,  por  alguna ra-
         zón, daba palmaditas  en  la rodilla  a Bobby—.  Por un  jugador
         de los Yanquees.  Nació  en  Albany.
               —Sé  algo de mastodontes  —le dijo Bobby al niño,  sor-
         prendido  al comprobar que su voz  sonaba perfectamente  nor-
         mal—.  Grandes  elefantes  peludos del tamaño  de autobuses.  Du-
         rante  un  tiempo  habitaron  la meseta  de Pensilvania,  dejando
         gigantescas  cacas  por todas partes,  una  de las cuales  después se
         convirtió  en  Pittsburgh.
               El niño sonrió  y echó una  mirada  de reojo a su  madre, tal
         vez  para comprobar si la había escandalizado  la alusión a la «ca-
         ca».  Ella le sonrió  con  indulgencia.
               Bobby vio la mano  del niño y dio un  respingo.
               —  ¡Vaya!  Ésa es  la mejor herida  que  he visto  en  todo  el
         día.  ¿Qué es? ¿Una mano  falsa?




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