Page 289 - Fantasmas
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Joe HiLL



          —<¡Pero  cuando  te veo  enjabonarte  las tetas  se  me  mo-
     jan los pantalones!»  —gritó  Harriet volviéndose  hacia  él—.
     Bobby  Conroy, joder. Ven  aquí y dame  un  abrazo  sin estro-
     pearme  el maquillaje.
           Se inclinó hacia ella y le rodeó sus  estrechos  hombros  con
     los brazos.  Cerró  los ojos y apretó,  sintiéndose  absurdamen-
     te feliz, tan feliz tal vez  como  nunca  se había sentido  desde que
     volvió  a casa de sus  padres.  No  había  pasado  un  solo  día en
     Monroeville  sin pensar  en  ella. Estaba deprimido,  soñaba  des-
     pierto  con  ella, historias  que  empezaban  exactamente  como
     ahora  —bueno,  no  exactamente,  ya que  en  sus  fantasías  no
     estaban  maquillados  para parecer  cadáveres  en proceso  de des-
     composición—,  pero  sí de forma  muy parecida.
           Cada  mañana,  cuando  se  despertaba  en  su  dormitorio
     situado  sobre  el garaje  de sus  padres,  se  sentía  apático  y sin
     energía.  Permanecía  tumbado  en  su  colchón  nudoso  miran-
     do el tragaluz  del techo.  El tragaluz  estaba  cubierto  de polvo
     y el cielo  que  se  adivinaba  detrás  siempre  parecía  el mismo,
     de un  blanco  amorfo  y anodino.  No había  nada que le hicie-
     ra  desear  levantarse  y, lo que  era  peor,  estar  allí le hacía  re-
     cordar  cuando  era  un  adolescente  y se  despertaba  en  esa  mis-
     ma  habitación  lleno  de  entusiasmo,  de  confianza  en  sus
     infinitas  posibilidades.  Si fantaseaba  con  encontrarse  otra  vez
     con  Harriet  y recuperar  su  vieja amistad  —y si estas  fantasías
     se  tornaban  explícitamente  sexuales,  si recordaba  a ambos  en
     el cobertizo  de su  padre,  ella tumbada  de espaldas  en  el sue-
     lo de cemento,  con  sus  flaquísimas  piernas  abiertas  y los cal-
     cetines  puestos—,  entonces  se  animaba  un  poco,  lo suficien-
     te  para  ponerse  en  marcha.  Todas  sus  otras  fantasías,  en
     cambio,  estaban  llenas  de espinas,  y analizarlas  siempre  tenía
     dolorosas  implicaciones.
          Seguían  abrazados  cuando  cerca  de ellos  habló  un  niño.
          —Mamá,  ¿a quién estás  abrazando?




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