Page 284 - Fantasmas
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FANTASMAS



        bias y una  rebanada  de pan.  También  le informó  de que al es-
        te del río Connecticut  había una  «villa miseria»,  pero  que si iba
        allí no  debía  quedarse  mucho  tiempo,  porque  a menudo  ha-
        bía redadas  y arrestaban  a los ocupantes  ilegales. Ya en la puer-
        ta le dijo que era  mejor ser  arrestado  en  la estación  que inten-
        tar  saltar  de un  tren  que  iba demasiado  rápido.  Añadió  que
        no  quería que saltara de más trenes,  a no  ser  que estuvieran  pa-
        rados  o circulando  muy  despacio.  Que la próxima vez  podía
        acabar  con  algo más  que un  tobillo  torcido.  Killian  asintió  y le
        preguntó  de nuevo  si podía hacer  algo por  ella.  La respuesta
        fue que se  lo acababa  de decir.
             Killian  sentía  deseos  de darle la mano.  Gage lo habría he-
        cho, le habría prometido  que rezaría  por ella y por su  marido
        muerto.  Deseó  poderle hablar de Gage, pero descubrió  que era
        incapaz  de alargar la mano  para  tocarla  y no  estaba  seguro  de
        poder decir nada.  A menudo  le abrumaba  la bondad  de perso-
        nas  que  apenas  tenían  nada;  en  ocasiones  su  generosidad  le
        resultaba  tan  intensa que tenía la impresión  de que algo se  que-
        braba  en  su  interior.
             Cuando  cruzaba  el jardín en  dirección  a la carretera  ves-
        tido con  sus  nuevas  ropas  miró  en  dirección  a los árboles  y vio
        a las dos niñas  entre  los juncos. Se habían puesto  de pie, ambas
        sostenían  un  ramillete  de flores  silvestres  y tenían  los ojos fi-
        jos en  el suelo.  Entonces  volvieron  la cabeza,  primero  la ma-
        yor y después  la más  pequeña,  y lo miraron.
             Killian  sonrió  tímidamente  y cruzó  cojeando  el jardín
        hasta  ellas,  abriéndose  paso  entre  los húmedos  juncos. Justo
        detrás  de donde  estaban  las niñas  se  abría  un  calvero  sobre  el
        que  había  extendida  una  tela negra  de arpillera.  En ella estaba
        tumbada  una  tercera  niña, más pequeña  que las otras  dos, ves-
        tida con  un  traje blanco  con  encaje en  el cuello y los puños. Te-
        nía las manos  blancas  como  la porcelana,  cruzadas  encima  del
        pecho, y sujetaban un  pequeño  ramo  de flores.  Sus ojos esta-




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