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FANTASMAS
bias y una rebanada de pan. También le informó de que al es-
te del río Connecticut había una «villa miseria», pero que si iba
allí no debía quedarse mucho tiempo, porque a menudo ha-
bía redadas y arrestaban a los ocupantes ilegales. Ya en la puer-
ta le dijo que era mejor ser arrestado en la estación que inten-
tar saltar de un tren que iba demasiado rápido. Añadió que
no quería que saltara de más trenes, a no ser que estuvieran pa-
rados o circulando muy despacio. Que la próxima vez podía
acabar con algo más que un tobillo torcido. Killian asintió y le
preguntó de nuevo si podía hacer algo por ella. La respuesta
fue que se lo acababa de decir.
Killian sentía deseos de darle la mano. Gage lo habría he-
cho, le habría prometido que rezaría por ella y por su marido
muerto. Deseó poderle hablar de Gage, pero descubrió que era
incapaz de alargar la mano para tocarla y no estaba seguro de
poder decir nada. A menudo le abrumaba la bondad de perso-
nas que apenas tenían nada; en ocasiones su generosidad le
resultaba tan intensa que tenía la impresión de que algo se que-
braba en su interior.
Cuando cruzaba el jardín en dirección a la carretera ves-
tido con sus nuevas ropas miró en dirección a los árboles y vio
a las dos niñas entre los juncos. Se habían puesto de pie, ambas
sostenían un ramillete de flores silvestres y tenían los ojos fi-
jos en el suelo. Entonces volvieron la cabeza, primero la ma-
yor y después la más pequeña, y lo miraron.
Killian sonrió tímidamente y cruzó cojeando el jardín
hasta ellas, abriéndose paso entre los húmedos juncos. Justo
detrás de donde estaban las niñas se abría un calvero sobre el
que había extendida una tela negra de arpillera. En ella estaba
tumbada una tercera niña, más pequeña que las otras dos, ves-
tida con un traje blanco con encaje en el cuello y los puños. Te-
nía las manos blancas como la porcelana, cruzadas encima del
pecho, y sujetaban un pequeño ramo de flores. Sus ojos esta-
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