Page 41 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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—Su nombre es Sybil Vane.
—Nunca he oído hablar de ella.
—Nadie lo ha hecho. Pero la gente la conocerá un día. Es un genio.
—Mi querido muchacho, ninguna mujer es un genio. Las mujeres son un
sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, aunque lo digan de una forma
encantadora. Representan el triunfo de la materia sobre la mente, justo igual
que nosotros, los hombres, representamos el triunfo de la mente sobre la
moral. Sólo hay dos clases de mujeres: las grises y las coloridas. Las mujeres
grises son muy útiles. Si quieres obtener una reputación de respetabilidad,
sólo tienes que invitarlas a cenar. Las otras mujeres son encantadoras. Pero
cometen un error. Se pintan para intentar parecer jóvenes. Nuestras abuelas se
pintaban para intentar hablar de manera brillante. El rouge y el esprit solían ir
juntos. Todo eso ha desaparecido. Ahora, en la medida en que una mujer
puede aparentar diez años menos que su hija, está completamente satisfecha.
Y, en cuanto a la conversación, sólo hay cinco mujeres en Londres con las
que merezca la pena hablar, y dos de ellas no son admitidas en la sociedad
decente. Pero, háblame de tu genio. ¿Cuánto hace que la conoces?
—Unas tres semanas. No demasiado. Aproximadamente dos semanas y
dos días.
—¿Cómo la conociste?
—Te lo contaré, Harry, pero no seas antipático cuando lo haga. Después
de todo, no habría ocurrido de no haberte conocido a ti. Tú me llenaste de un
salvaje deseo de conocerlo todo de la vida. Durante días, después de
encontrarme contigo, algo parecía latir en mis venas. Cuando paseaba por el
parque o caminaba por Piccadilly, solía mirar a cada persona con la que me
cruzaba y preguntarme con desaforada curiosidad qué clase de vida llevaba.
Algunas me fascinaron. Otras me llenaron de terror. Había un exquisito
veneno en el aire. Sentía la pasión de las sensaciones.
»Una tarde, a eso de las siete, decidí salir en busca de alguna aventura.
Sentí que este gris, monstruoso Londres nuestro, con sus miríadas de gente,
sus pecadores espléndidos y sus sórdidos pecados, como dijiste una vez, debía
de guardar algo para mí. Imaginé mil cosas. El peligro mismo me producía
placer. Recordé lo que me habías dicho aquella noche maravillosa en que
cenamos juntos por vez primera sobre que la búsqueda de la belleza era el
venenoso secreto de la vida. No sé bien lo que esperaba, pero salí y estuve
vagando hacia el Este hasta que pronto me extravié en un laberinto de calles
mugrientas y plazas oscuras sin césped. Hacia las ocho y media, pasé por un
pequeño teatro de tercera categoría con grandes luces de gas que destellaban y
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