Page 45 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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descansaba en una tumba de mármol en Verona. Creo, por la mirada de
completo asombro que me dirigió, que pensó que yo había tomado demasiado
champagne o algo por el estilo.
—No me sorprende.
—A mí tampoco me sorprendió. Me preguntó entonces si escribía en
algún periódico. Y le respondí que ni siquiera leía ninguno. Ante lo cual
pareció terriblemente decepcionado, y me hizo la confidencia de que todos los
críticos teatrales conspiraban contra él y todos eran sobornables.
—Creo que en eso llevaba bastante razón. Pero, por otra parte, la verdad
es que la mayoría ni siquiera resultan nada caros.
—Bueno, él parecía pensar que estaban por encima de sus posibilidades.
Para entonces, las luces se estaban apagando en el teatro y tuve que irme. Se
empeñó en que probara unos cigarros que me recomendó encarecidamente.
Pero decliné la invitación. La noche siguiente, por supuesto, aparecí de nuevo
en el teatro. Al verme, hizo una reverencia servil y me aseguró que yo era un
mecenas de las artes. Era un bruto de lo más insultante, aunque sentía una
extraordinaria pasión por Shakespeare. Me dijo una vez con aire orgulloso
que sus tres bancarrotas se habían debido por entero al poeta, al que insistía
en llamar el Bardo. Parecía considerarlo una distinción.
—Era una distinción, mi querido Dorian, una gran distinción. ¿Pero
cuando hablaste por primera vez con la señorita Sybil Vane?
—La tercera noche. Ella había estado haciendo de Rosalinda. No pude
evitar acercarme. Le había lanzado algunas flores, y ella me había mirado. Al
menos, yo había imaginado que lo hizo. El viejo judío era insistente. Parecía
decidido a llevarme tras las bambalinas; así que accedí. Fue curioso que no
quisiera conocerla, ¿verdad?
—No, no lo creo.
—¿Por qué, querido Harry?
—Te lo diré en otra ocasión. Ahora quiero que me hables de la muchacha.
—¿Sybil? Oh, era tan tímida y tan dulce. Hay algo de niña en ella. Abrió
los ojos de par en par con exquisito asombro cuando le dije lo que pensaba de
su interpretación, y parecía bastante ajena a su talento. Creo que ambos
estábamos bastante nerviosos. El viejo judío permanecía sonriente en la
puerta del polvoriento camerino, pronunciando elaborados discursos sobre
nosotros dos mientras nos mirábamos el uno al otro como chiquillos. El judío
insistía en llamarme milord, de modo que tuve que asegurarle a Sybil que yo
no era nada semejante. Y ella, simplemente, respondió: «tú pareces más bien
un príncipe».
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