Page 49 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Cierto era que, mientras uno observaba la vida en su curioso crisol de dolor y
placer, no podía cubrirse el rostro con ninguna máscara de cristal, ni evitar
que los gases sulfúreos perturbasen la mente o enturbiasen la imaginación con
fantasías monstruosas y sueños deformes. Había venenos tan sutiles que
conocer sus propiedades no podía más que hacerlo a uno enfermar. Había
males tan extraños que uno tenía que sufrirlos si buscaba entender su
naturaleza. ¡Y, sin embargo, qué gran recompensa se recibía a cambio! ¡Qué
maravilloso el mundo entero se nos volvía! Advertir la dura y curiosa lógica
de la pasión y la colorida vida emocional del intelecto: observar dónde se
encontraban y dónde se separaban la una del otro, en qué punto se convertían
en una misma cosa y en qué punto entraban en discordia. ¡Cuánto placer
había en ello! ¿Qué importaba el precio? Uno nunca pagaba demasiado a
cambio de una sensación.
Era consciente (y la idea iluminó de placer sus ojos castaños de ágata) de
que a través de unas palabras suyas, palabras de música pronunciadas con
música, el alma de Dorian Gray se había vuelto hacia aquella cándida
muchacha y se había arrodillado ante ella para venerarla. En gran medida, el
muchacho era su propia creación. Lo había hecho precoz. Eso ya era algo. La
gente común esperaba hasta que la vida desplegaba ante ella sus secretos,
pero para unos pocos, para los elegidos, los misterios de la vida se mostraban
antes de que se apartase el velo. A veces esto ocurría por efecto del Arte, y
principalmente por efecto del arte de la literatura, que trataba de manera
inmediata con las pasiones y el intelecto. Pero, de vez en cuando, una
personalidad compleja ocupaba su lugar y desempeñaba el oficio del arte. Era,
desde luego, a su modo, una auténtica obra de arte. Pues la Vida posee sus
propias elaboradas obras de arte exactamente igual que la poesía, la escultura
o la pintura.
Sí, el muchacho era precoz. Estaba recogiendo su cosecha mientras era
primavera todavía. El pulso y la pasión de la juventud seguían en él, pero
estaba tomando conciencia de sí mismo. Era una delicia observarlo. Con su
hermoso rostro y su hermosa alma era una criatura asombrosa. No importaba
cómo terminase todo o cómo estuviera destinado a acabar. Era como una de
esas graciosas figuras de un desfile o una obra de teatro cuyas alegrías nos
parecen remotas, pero cuyo dolor conmueve nuestro sentido de la belleza y
cuyas heridas son como rosas rojas.
Alma y cuerpo; cuerpo y alma. ¡Qué llenos de misterio! Había animalidad
en el alma y el cuerpo tenía sus momentos de espiritualidad. Los sentidos
podían refinarse y el intelecto envilecerse. ¿Quién podía decir dónde cesaba el
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