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                                         N A R R A D O R E S   E X T R A N J E R O S



                        –No va a pasarme nada –responde Anton–. Ya ves.

                        –Podrías caerte. ¿Y después?
                        –No me voy caer.
                        Así hablamos cada vez que vuelve a visitarme. Sé qué va a decir. Sabe qué voy a
                     decir. Sea como sea, siempre decimos lo mismo. A ninguno de los dos nos molesta.
                     Hay algo de seguridad en esta rutina.
                        Estoy pensando si ocurrió algo nuevo en estos tres días. Estamos en invierno, y
                     en el techo crepita la lluvia helada. Ni nieve ni lluvia, algo intermedio. Seguro que el
                     asfalto frente al edificio va a quedar resbaladizo. Estoy contenta porque hoy no tengo
                     que salir. Anton envuelve la taza con sus dedos, como si se los quisiera calentar. No es
                     necesario, la cocina está cálida. Tengo la radio encendida. Diría que estamos de buen
                     humor.
                        –Notaste, otra vez llega el año nuevo –dice Anton–. Parece que fue recién.
                        –La verdad que es así –le respondo.
                        –Justo para año nuevo me llegó la jubilación –dice Anton–. ¿Ya te lo conté?
                        Le contesto que no. Me parece que de veras no lo hizo.
                        –Sí –afirma con la cabeza Anton–, con el primer día del año. Cada enero me costa-
                     ba muchísimo ir a trabajar, peor después de haber estado en el mar y después del... es
                     decir, después de unas verdaderas vacaciones. Aunque haya ido sólo por unos pocos
                     días. Cada fin de año me decía: bueno, diez años más, cinco, uno más y listo.
                        Carraspea. Mira alrededor. No parece que fuera continuar.
                        –¿Y después? –le digo.
                        Anton se estremece, como si se hubiera olvidado de qué estaba hablando.
                        –Después de jubilarte –le digo.
                         Mueve la cabeza como afirmando.
                        –Ah, sí –dice–. Después fue peor aún.
                        –¿Cómo es eso? –le pregunto–, si no tenías la obligación de ir a ningún lado.
                        –Eh, qué se yo –dice Anton–. De pronto los días se hacían demasiado largos. Te-
                     nía tiempo de sobra. Me di cuenta de lo largo y aburrido que es en realidad el mes de
                     enero. El problema no era el trabajo, el problema estaba en el mes.
                        Anton toma un sorbo de té. Trata de sonreír.
                        –A mí tampoco me gusta enero –le digo–. Es cuando más frío hace, y en todas
                     partes está tan resbaladizo. Continuamente me preocupa que me pueda quebrar. Ca-
                     mino todo el mes como si pisara huevos.
                        Anton se ríe afirmando con la cabeza.

                        –Sí, sí –dice–. Sí, sí. En un santiamén se te va la cadera al demonio.
                        Antes, Anton era conductor de camiones. Cuarenta años... Comenzó a los dieci-
                     séis: falsificó su fecha de nacimiento para que lo recibieran, tan entusiasmado estaba.
                     Nunca nada lo había interesado tanto como viajar; nunca se le había dado por hacer
                     algo diferente. A veces le costaba ir a trabajar, pero nunca pensó en irse a otro lado. De
                     ninguna otra cosa le gusta hablar tanto como de las cosas que le sucedían en la ruta.
                     Cuanto más complicado era, más le gusta hablar del tema. La historia que más le gusta
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