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N A R R A D O R E S E X T R A N J E R O S
mente se estremecería y se preguntaría cómo puede ser que esté aquí en un ambiente
cálido, en un cuarto piso y no en el desierto helado del invierno polaco, hace tiempo,
hace años.
–Se levantó y me vino a abrir –dice Anton–. Llegó a la puerta de una manera
tan silenciosa que, cuando de pronto la abrió, un instantáneo temblor me recorrió
el cuerpo. Era alta casi como yo y parecía joven, a pesar de todos esos niños. Parada
tranquilamente, esperaba con serenidad que dijera algo. De pronto me atacó el pánico,
no sabía hablar en polaco, nada, ni una palabra, cómo diablos le voy a explicar qué es
lo que quiero. Casi había empezado en ruso, sabía un par de palabras, pero cambié de
idea antes de haber abierto la boca. Por esos lados odiaban a los rusos más que al mis-
mo Satanás. Nada, simplemente empecé en esloveno: que soy de Yugoslavia y que voy
a Varsovia, que no tengo gasoil... en un solo aliento y de corrido, conté todo el cuento
esperando que entendiese algo. Se quedó parada mirándome hasta que hubiera termi-
nado. No me interrumpía para nada, sólo seguía parada con toda serenidad. Después,
no hizo más que un ademán con la cabeza y me señaló con un gesto que pasara.
Anton siempre viene un poco después del almuerzo. A las tres, tres y media. Se
queda un par de horas, cuando no tenemos nada en especial para conversar. De vez en
cuando se queda un rato más; anochece sin que ninguno de los dos lo note. Cada tanto
miramos juntos el noticiero. Anton se pone todo colorado apenas enfocan a alguien
del Parlamento. Son unos desgraciados, dice de ellos, unos malditos desgraciados. No
sé cómo se animan a mostrar la cara ante las cámaras, después de que arruinaron el
país como lo arruinaron. Bueno, bueno, Anton, le contesto. Una y otra vez: bueno,
bueno, Anton. A veces me preocupa que le dé un ataque de presión, me sentiría cul-
pable, a pesar de que sé que no tengo nada que ver con eso. Sabrá Dios si alguien de los
suyos siquiera está enterado de que sufre de presión. Anton nunca habla de sus hijos
ni de sus nietos: dónde viven, quiénes son. Cuando está enfermo, voy a su puerta. Me
apoyo en ella, escucho, espío. Me preocupa si todo está en orden. Estoy dispuesta a
llamar al servicio de emergencia. Estoy lista para salir rápidamente de la puerta, por
si alguien viene. No escucho nada a través de la pared, sin embargo sé que respira. De
alguna manera lo sé. No quiero contarle que hago estas cosas. Creo que no sería de
su agrado, pero alguien tiene que hacerlo, pienso. Nadie lo visita, él tampoco visita a
nadie. Yo por lo menos tengo una nieta que me manda tarjetas desde ciudades extran-
jeras y a Lojzka en Primorska. Además, mi hija viene cada tanto, dos veces por mes,
según cuando puede. Una vez vino de visita justo cuando Anton estaba en mi casa.
Lo observaba como prejuzgando, desde lejos. Mamá, me dijo después de que él ya se
hubiera ido, mamá, ¿no me digas que ahora, a la vejez, te encontraste una pareja? Me
reía, recuerdo que con fuerza y de corazón, como hace mucho que no lo hacía. Una
pareja. Me parecía tan gracioso que tuve que repetirlo en voz alta. Una pareja. Dios
mío, jamás en la vida tuve una pareja. En mis tiempos esas cosas no existían. Apenas
recuerdo todavía cómo fue cuando conocí a Janez. Directamente nos casamos, y ya.
Eso quise decirle a mi hija, pero no pude, me dio un ataque de risa. Quién sabe qué
pensaba ella, que me volví loca o qué, tal vez todavía hoy imagine algo, nunca más
hablamos de eso.
–Al día siguiente –dice Anton. Habla y no se da cuenta de que estoy con la mente
en otro lado. No escuché parte del relato. En los últimos años me sucede esto, simple-
mente me pierdo. Alguien habla, alguien sirve el té. Alguien pone orden en la cocina.