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                                         N A R R A D O R E S   E X T R A N J E R O S











                        Cuando tomó el hacha en la mano algo cayó y produjo un ruido sordo. Sentía
                     que le latían los oídos. Contuvo la respiración y esperó. Lo que había dentro también
                     esperaba. Luego oyó como le llamaba: “¿Eres tú, chiquito, eres tú?”. Al principio el pe-
                     queño quería soltar el hacha y entrar, pero se detuvo. Pensó que aquella quizá no era
                     la voz de su madre, aunque lo parecía. Lo parecía mucho. Agarró el mango del hacha.
                     Lo sujetaba con las dos manos. Cuidado. Hay que tener cuidado. No arriesgarse nada.
                     “¿Chiquito?” Ahora, la voz parecía aún más ajena. Eso - ¿su madre? No me engañarás,
                     pensó. No me engañarás.
                        “Chiquito, ven adentro”. No iré, pensó el pequeño. Pero tampoco voy a escapar.
                     Vengaré a mi madre. Tú, el de ahí adentro, ¿qué le has hecho? Es verdad que permitió
                     que me trasladasen a una escuela especial, y que ahora los compañeros de mi vieja
                     escuela no me quieren, pero de todas formas era mi madre, y esta noche me ha dejado
                     ir a la última función, aunque la película no era para niños. La vengaré. “¿Chiquito?”.
                     Estaba confuso. No sabía qué hacer. La voz se parecía mucho. Más que la de la película.
                     Qué infantil fue el chico de la película, pensó. No es extraño que sucediera aquello.
                     No fue suficientemente cauteloso. “¿Chiquito? ¡Responde!”. Ahora la voz estaba más
                     cerca. Viene hacia la entrada, concluyó el pequeño. Concentró todas sus fuerzas levan-
                     tando el hacha por encima de la cabeza. “¿Estás aquí? ¿Te pasa algo?”.

                        Empezaba a discernir las formas en la oscuridad. Se encogió en el rincón detrás de
                     la puerta y esperó. Se imaginaba a su madre yaciendo en el suelo, en un charco de san-
                     gre, y las lágrimas acudieron a sus ojos. El susurro que delataba al asesino le zumbó en
                     los oídos. Ahora que pase lo que sea, pensó. La silueta del asesino apareció en la puerta.
                     El pequeño gimió inquieto y la figura de la puerta se dio lentamente la vuelta hacia él.
                     A través de las lágrimas y de la oscuridad discernió cómo el asesino no sólo había imi-
                     tado la voz sino también la imagen de su madre. La semejanza era asombrosa. Vaciló
                     un momento. De repente el asesino con la imagen de su madre observó el hacha en
                     sus manos, y el pequeño, a pesar de la oscuridad, vio entonces como se le agrandaban
                     y desorbitaban los ojos. El hacha tembló en sus manos levantadas y la duda alcanzó la
                     perfección. Después, el asesino con la imagen de su madre gritó terriblemente. El grito
                     no se parecía a nada que el pequeño hubiera oído antes en ocasión alguna, y menos a
                     la voz cálida, benévola de su madre. Se quedó aliviado. Ahora lo sabía.
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