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                                     N A R R A D O R E S   E X T R A N J E R O S















                    La más terrorífica de las escenas era aquella en que el asesino finalmente atraía al
                 hijo pequeño, que sentía que algo estaba mal, y que había decidido actuar con mucha
                 cautela. Lo atrajo imitando la voz de la madre. El chico inocentemente creía que en
                 realidad le llamaba su madre, pero su madre yacía en el suelo, a los pies del asesino,
                 en un charco de sangre. La gente gimoteaba de miedo. Uno que estaba sentado al lado
                 del pequeño susurró: “¡Cuidado, cuidado, ésa no es tu madre, ésa no es tu madre!”. En
                 el momento de mayor tensión una mujer gritó: “¡Corre!”. El chico no oía ni corría. Iba
                 directamente hacia el asesino. Todo estaba claro.
                    El pequeño apretaba los labios, sus ojos clavados en la pantalla. Trataba de con-
                 vencerse de que aquello era sólo una película. El asesino partió al niño en diminutos
                 pedazos antes de que éste supiera que aquella no era su madre, y cierto alivio, porque
                 todo había terminado, inundó a la gente. Sabían que el chico no iba a salvarse, había
                 sido demasiado crédulo, no podía acabar de otra manera, se decían a sí mismos. El
                 pequeño pensaba: ¿Cómo pudo ser tan incauto y no reconocer la voz? Si la hubiera
                 reconocido, habría podido defenderse. ¡Ojalá no hubiera caído en la tentación de en-
                 trar en aquella habitación!

                    El asesino fue descubierto pronto y la película terminó. En la sala, se encendieron
                 las luces. La gente dejó sus asientos, se acomodó la ropa, todos se detuvieron un rato
                 en la salida, como vacilantes, y después se marcharon en la oscuridad. El pequeño iba
                 con los últimos. Era la primera vez que su madre lo había dejado ir a la sesión de no-
                 che, y tenía miedo. Hasta su casa tenía un buen rato: vivían en las afueras de la ciudad,
                 totalmente apartados, y como, para ahorrar energía, a las diez cortaban la electricidad,
                 las calles no estaban iluminadas. En cada arbusto, el pequeño presentía al asesino, y,
                 mientras iba andando, aguzaba el oído a cada rumor, pues no veía nada. De repente,
                 oyó tras de sí algo muy parecido al susurro que delataba al asesino, pero al darse la
                 vuelta, vio únicamente una rata corriendo de una alcantarilla a otra.
                    Después de unos minutos terribles llegó a casa. Primero pensó que se le quitaría
                 un gran peso de encima, creía que ahora ya estaba a salvo y que podría confiar sus te-
                 mores a la madre; así todo quedaría en nada, y juntos se reirían de ello, como muchas
                 otras veces. Pero la casa estaba oscura, sin luz por ninguna parte. Al pequeño le pare-
                 ció que algo no estaba bien. Con cuidado abrió la puerta. Entró a la casa. Esperó. No
                 sabía qué hacer. La casa estaba silenciosa, acaso demasiado silenciosa. Algo está mal,
                 pensó el pequeño. Algo está dentro. Algo... ¿No le habrá pasado nada a mi madre?
                 Vivían apartados, todo era posible. Ojalá tuviera algo que me ayudase si... Tentó detrás
                 de la puerta. Tocó una cosa fría. La reconoció, era la hoja del hacha. Ayer estuvieron
                 preparando, él y su madre, la leña para el invierno. Su madre le alabó lo fuerte que
                 estaba, cuando él solo partió un taco en dos.
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