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N A R R A D O R E S E X T R A N J E R O S
semejante. Como cien años me muevo de un lado a otro en ese frío infierno. Después
me desespero y voy rodeando la casa para ver dónde podría haber alguien. Veo una
ventana donde está encendida la luz, miro hacia adentro y veo: la cocina, una mesa
grande y detrás de ella una mujer y un montón de niños. ¡Dios mío, cuántos había!
Como unos ocho, diez... nunca vi tantos en una sola casa, ni antes ni después. Ni un
solo hombre, tal vez esté en algún lado del dormitorio o en el establo, pensé. Pero de
alguna manera sabía que no estaba. Qué sé yo, todo funcionaba como si no lo hubiera.
Miro entonces hacia adentro y me da algo de temor golpear la puerta. Quién sabe qué
clase de gente vive por estos lados, reflexiono. La mujer podría pensar que soy algún
sinvergüenza ruso y podría azuzar al perro contra mí o tal vez a los niños. Qué pro-
blema –digo para mí–, si me quedo afuera, me voy a congelar. En cualquier caso voy
a terminar muerto... y golpeé.
Cuando Anton cuenta sus historias, cambia por entero. Se ríe, se endereza. Se vuel-
ve diez años más joven. Su mano va levantando la taza como si ésta fuera una persona
con existencia propia. Voy agregándole té, pero él ni se da cuenta. Recuerdo cómo fue
cuando vino a mi casa por primera vez. Era un día cálido de principios de septiembre.
Dijo que necesitaba algo, azúcar o café, algo así. Se le notaba que sólo era una excusa,
que quería quedarse y conversar. Yo tenía prendida la radio, recuerdo que justo estaba
el noticiero. Tenía abierta la puerta del balcón. Me acuerdo muy bien de ese día, aun-
que no fue nada especial. Le ofrecí un té y conversamos, como si lo hubiéramos hecho
desde siempre. Volvió a venir después de tres, cuatro días. Luego venía día por medio.
Luego todos los días, a la tarde, unas horas después del almuerzo.
Anton continúa:
–Todos a la vez miraron hacia mí. Pusieron unos ojos así –dice, y con los pulgares
y los índices cierra dos círculos delante de su cara–. No sabía adónde mirar. Llenaban
la pieza; eran puro ojos. Hasta me parecía que Jesús desde la pared me miraba pasma-
do. La busqué a ella, a la mujer. Sólo ella contaba. Si llegara a mirarme con odio, como
atacando, estaría perdido, lo sabía. Pero no fue así. Estaba un poco asustada, eso sí.
No hay nada que uno pueda hacer, aunque seas el mismo Hércules, si en medio de la
noche alguien llama a tu ventana. A pesar de todo, de alguna manera estaba tranquila,
amable. Sabía: estoy salvado. Lo sabía al ciento por ciento.
Únicamente por las tardes nos reunimos en mi casa con Anton. Aparte de eso,
no salimos juntos a ningún lado. Al cementerio va cada uno por su cuenta, nunca lo
encontré allí. Ni siquiera sé dónde está la tumba de su esposa. De todos modos, no co-
nozco casi ninguna, excepto la de Janez. Cuando estoy en el cementerio, voy directa-
mente hacia allá, no miro alrededor ni busco a nadie. Conozco el camino de memoria,
hasta lo encontraría con los ojos vendados desde cualquier parte del cementerio, en
cualquier momento. Hay demasiadas tumbas, quiero escabullirme de ellas y del olor
rancio que flota encima; no pueden dispersarlo ni el viento, por más cortante que sea,
ni tampoco los pasos de los vivos, por más tupidos que sean.
Anton continúa. Ahora no hace pausas, no toma el té, no hace otra cosa más que
hablar. Se hunde de lleno en su historia. Si lo tocara o intentara interrumpirlo, segura-