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                                     N A R R A D O R E S   E X T R A N J E R O S





                 contar es la de Polonia.
                    –Así que voy manejando hacia Varsovia –cuenta Anton–. Era enero o febrero.
                 Hacía tanto frío que el gasoil se me congelaba en el tanque; apenas te dabas vuelta,
                 se terminaba el día. Es el Norte, qué quieres. Ni una autopista en ningún lado; claro
                 imposible hace treinta, treinta y cinco años atrás. Señalización, luces, ni soñar. Tenías
                 que arreglártelas como sabías y podías. No como hoy, que las rutas parecen pistas de
                 aeropuerto. La dirección servoasistida, que es sin duda más inteligente que uno. Una
                 piedra en el acelerador y ve dormitando, no hay problema. Hoy cualquier mujer pue-
                 de conducir un camión, qué demonios. Bueh... mujer... cualquier criatura.
                    Anton va levantando la voz. Afirmo con la cabeza. Estoy de acuerdo. En mi vida
                 manejé un camión, ni siquiera me senté en uno. A pesar de eso sé que los de ahora son
                 completamente diferentes a los de antes. Hoy todo es diferente: las calles, los camio-
                 nes, el agua, el pan, la vida. En cualquier cosa que se piense, todo es distinto.
                    –Resumiendo –dice Anton cuando se tranquiliza un poco–, voy conduciendo el
                 segundo día por Polonia y siempre se repite el mismo paisaje: pura llanura, y encima
                 todo bajo la nieve. Poco tráfico, un verdadero desierto. Carteles de señalización sólo
                 aquí y allá; casi siempre tenías que adivinar dónde había que doblar. Bueno, conduz-
                 co y conduzco, afuera va cayendo la noche. De repente veo que se me va a acabar el
                 gasoil. Para que sepas, Fani, en aquel entonces no había un surtidor cada cien metros
                 como ahora, mucho menos allá en el Este... no sé si llegarían a unos diez en toda Polo-
                 nia. Voy mirando todo alrededor, en ningún lado ni una ciudad, ni siquiera una casa
                 y me digo: ¡Dios, Anton!, vas a tener que ingeniártelas.
                    Todavía hoy, Anton no pude pasar con calma junto a un camión. Apenas ve uno,
                 se estremece. Si alguna vez naciera de nuevo, volvería a ser conductor de camiones.
                 Cualquier camionero al que le preguntes te diría lo mismo, agrega. Su esposa terminó
                 por aceptarlo, otra cosa no le quedaba. Era una linda mujer Marija, dice Anton, que si
                 no se la hubiera llevado el cáncer, sin duda nos llevaríamos bien los tres.
                    –Bueno –continúa. Se está poniendo de mejor humor. Le brillan los ojos y con las
                 manos remeda los movimientos de manejo. Gira un volante invisible y mueve una
                 imaginaria palanca de cambios. Al mirarlo, me dan ganas de reír.
                    –Bueno –continúa Anton–, giro así hacia un camino, me pareció que tenía que
                 ser el correcto, pero claro, no lo era. Conduzco y conduzco, no aparece ningún paraje,
                 ninguna casa, nada. Me ataca el pánico, te puedes imaginar: si tengo que parar en ese
                 frío toda la noche, me congelo. Después, en algún punto en la lejanía, de repente em-
                 pieza a brillar una luz. No me puse a pensar ni un momento, fui directamente hacia
                 allí a través de unos campos, por suerte no volqué. Por lo menos algo, pensé, alguna
                 gente habrá allí, ya me ayudarán.
                    Me dan ganas de reír cuando lo miro. Creo que no se da cuenta de que actúa como
                 si estuviera en el camión ahora, en este momento, y no hace treinta años.
                    –Conduzco hasta allá –dice Anton–, y veo... una casa. En un lugar completamente
                 solitario, tal vez a kilómetros del primer pueblo. Paro a unos metros, voy hasta la puer-
                 ta y busco el timbre. Busco, miro, nada. No tenían timbre, te imaginas Fani, ni timbre
                 tenían. Como si estuviera en una maldita jungla y no en medio de Europa. Entonces
                 golpeo en la puerta dos, tres veces, espero; el frío cala hasta los huesos. Un frío trai-
                 cionero y constante se te metía hasta los huesos, aquí no conocemos en absoluto algo
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