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                                         N A R R A D O R E S   E X T R A N J E R O S











                     De pronto todo está limpio y yo no me doy cuenta de eso para nada, me pierdo. El
                     tiempo ignorado no va pasando, sólo se agazapa en algún lado y espera, está al acecho.
                     No quiero pensar en él. Escucho a Anton.
                        –A la mañana siguiente cayó tanta nieve que era imposible salir de la casa –dice
                     Anton–. Algo que aquí no podrás ver aunque vivas doscientos años. Metros y metros,
                     no se veía por la ventana, mucho menos se podía intentar siquiera poner en marcha el
                     camión. Bah, qué poner en marcha, no lo podía encontrar entre esa mole. Miraba es-
                     tupefacto, estaba tan estremecido que ni siquiera pensé cómo sigue el asunto: Varsovia
                     y lo demás... Miraba absorto esa nieve, nunca voy a olvidarla, era como si estuviera en
                     el fin del mundo, te lo juro; después ella misma me dijo: no vas a ningún lado, quédate
                     con nosotros el tiempo que quieras.
                        Anton hace una pausa. Tose, al principio con precaución, algo temeroso, después
                     no se puede contener más. Se está sacudiendo, se ahoga. Se le enrojece la cara. Me
                     asusta un poco. Le palmearía la espalda, pero sé que no sirve de nada. No tenemos
                     tanta confianza como para que lo haga así nomás. No nos va tan mal como para nece-
                     sitarnos tanto. Todavía no.
                        –¡Anton! –exclamo–. Anton, ¿está todo bien?
                        Anton asiente con la cabeza mientras lucha con los ataques de tos. Se agarra del
                     borde de la mesa; en la taza, la cucharita tintinea contra la porcelana. Anton agita las
                     manos en señal de respuesta y espera que se le pase.
                        –No pasa nada –dice después, agitado–. No te preocupes, sólo me atoré.
                        –Ah, bueno –le digo. Estoy aliviada. Anton se da cuenta. Me sonríe–. Parece que
                     alguien te envidia –agrego.
                        –Sí, sí –dice Anton–. Justo a mí me van a envidiar. Me gustaría saber por qué.
                        –Qué sé yo –contesto–. A lo mejor por esos tres metros de nieve.
                        Anton se ríe. Una risa interminable, con toda el alma.
                        –Mira con qué sales –dice–. Me van a envidiar por la nieve. La verdad, Fani, sí que
                     eres ingeniosa, te pasaste.
                        Me río con él. Le sirvo más té, un sorbo, dos, como para que tenga algo en la taza.
                     Anton la levanta y brinda. No pienso en nada especial. Lo pasamos bien. Anton mira
                     sobre mi hombro hacia la lluvia helada que todavía se deja oír allá afuera.
                         –Ves Fani –dice–, ahora me voy a morir.
                        –Bueno, bueno, Anton –digo–, qué estás diciendo.
                        –Y, si es cierto... –dice Anton–, qué voy a hacer, sólo digo las cosas como son.
                        –Mejor cuenta cómo terminó –le digo–. Allá, en Polonia.
                        –Ah, sí –dice Anton–. Sí, fue maravilloso. Me atendieron como a un rey. Estuve
                     con ellos casi una semana. Paleaba la nieve y ayudaba en la casa. Jugaba con los niños.
                     Me querían, me seguían por todas partes. Los más pequeños se escondían por los
                     rincones y también detrás de las puertas y gritaban: “¡Pan jugoslovan, pan jugoslovan!”
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