Page 103 - El fin de la infancia
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—Pero ustedes viven en un mundo de poca gravedad —replicó Sullivan—. Yo
           pensaba que debían de tener algunos animales enormes. Ustedes mismos son mucho
           más grandes que nosotros.

               —Sí... pero no tenemos océanos. Y en lo que se refiere al tamaño, la tierra no
           podrá nunca competir con el mar.
               Esto era perfectamente cierto, pensó Sullivan. Y no creía que nadie conociese esa

           característica  del  mundo  de  los  superseñores.  Jan,  maldito  fuese,  se  interesaría
           mucho. En ese momento el joven se encontraba a un kilómetro de distancia, en una
           cabaña, mirando ansiosamente a través de unos binoculares. Se decía continuamente

           a sí mismo que no había nada que temer. Ninguna inspección de la ballena, aun desde
           muy  cerca,  podía  revelar  el  escondite.  Pero  existía  siempre  la  posibilidad  de  que
           Karellen sospechase algo... y estuviese jugando con ellos.

               Era  una  sospecha  que  crecía  también  en  la  mente  de  Sullivan  mientras  el
           supervisor espiaba en la cavernosa garganta.

               —En  la  Biblia  —dijo  Karellen—  hay  una  notable  historia  sobre  un  profeta
           hebreo,  Jonás,  que  fue  tragado  por  una  ballena  y  llevado  a  salvo  a  la  costa.  ¿Esa
           leyenda tendrá alguna base?
               —Creo  —replicó  Sullivan  cautelosamente—  que  una  vez  un  ballenero  fue

           tragado y expulsado sin sufrir daño alguno. Pero naturalmente, si hubiese estado en el
           interior de la ballena unos pocos instantes, habría muerto sofocado. Y no sé cómo no

           chocó con los dientes. Es una historia increíble casi, pero no totalmente imposible.
               —Muy interesante —dijo Karellen. Se quedó un momento mirando la mandíbula
           y al fin se volvió hacia el pulpo. Sullivan confió en que el supervisor no hubiese oído
           su suspiro de alivio.

               —Si hubiese sabido en qué me estaba metiendo —dijo el profesor Sullivan— lo
           hubiese echado de la oficina tan pronto como trató usted de contagiarme su locura.

               —Lo siento —dijo Jan—. Pero ya hemos salido de eso.
               —Espero que si. Buena suerte, de todos modos. Si cambia de parecer, tiene por lo
           menos unas seis horas.
               —No las necesito. Ahora sólo Karellen puede detenerme. Gracias por todo —Si

           vuelvo y escribo un libro sobre los superseñores se lo dedicaré a usted.
               —No me servirá de nada —dijo Sullivan de mal humor—. Por ese entonces ya

           estaré bien muerto.
               Sullivan  descubrió  sorprendido,  y  con  cierta  consternación,  pues  no  era  un
           sentimental, que la despedida comenzaba a afectarlo. Durante estas semanas en que

           habían conspirado juntos había llegado a encariñarse con Jan. Además temía haberse
           convertido en el instrumento de un complicado suicidio.
               Sostuvo  firmemente  la  escalera  mientras  Jan  subía  hacia  la  boca  del  animal,

           evitando  la  hilera  de  dientes.  A  la  luz  de  la  linterna  eléctrica  vio  que  el  joven  se




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