Page 106 - El fin de la infancia
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               La sala de conferencias estaba siempre repleta en estas reuniones semanales, pero
           la  aglomeración  era  tanta  ese  día  que  los  periodistas  apenas  podían  escribir.  Por

           centésima vez se gruñeron unos a otros a propósito del conservadorismo de Karellen
           y de su falta de consideración. En cualquier otra parte del mundo hubiesen podido

           usar cámaras de TV, aparatos grabadores, y todos los otros instrumentos de su tan
           mecanizado oficio. Pero aquí tenían que contentarse con herramientas tan arcaicas
           como lápiz, papel, y —parecía increíble— taquigrafía..
               Se  habían  concebido,  por  supuesto,  distintos  planes  para  introducir

           subrepticiamente algunos grabadores. Pero, una vez afuera, una simple ojeada a las
           cámaras  humeantes  había  bastado  para  comprobar  la  inutilidad  de  la  experiencia.

           Todos entendieron entonces por qué se les había advertido que no entrasen en la sala
           con relojes y otros objetos metálicos...
               Para  hacer  las  cosas  más  incómodas,  el  mismo  Karellen  registraba  todas  las

           palabras.  Los  periodistas  culpables  de  algún  descuido,  o  de  alguna  mala
           interpretación  —aunque  esto  era  muy  raro—,  habían  sido  sometidos  a  cortas  y
           desagradables sesiones con los ayudantes de Karellen. Durante esas sesiones se les

           había  obligado  a  escuchar  atentamente  todo  lo  que  el  supervisor  había  realmente
           dicho. No era necesario repetir la lección.
               Era curioso cómo corrían los rumores. No se hacía ningún anuncio previo, pero

           siempre había un lleno cuando Karellen anunciaba algo importante. Esto ocurría dos
           o tres veces al año.
               El silencio descendió sobre la murmurante multitud. La puerta se abrió de par en

           par y Karellen se adelantó hacia el estrado. La luz era escasa —sin duda bastante
           similar a la del distante sol de los superseñores—, de modo que Karellen no traía los
           anteojos oscuros que solía usar al aire libre.

               —Buenos  días  a  todos  —respondió  Karellen  al  desordenado  coro  de  saludos.
           Luego se volvió hacia la alta y distinguida figura situada en primera fila. El señor
           Golde, decano del Club de la Prensa, podía haber inspirado a aquel mayordomo que

           había anunciado una vez—: Dos periodistas, milord, y un caballero del Times. —
           Golde se vestía y actuaba como un diplomático de la vieja escuela: nadie hubiese
           dudado en darle su confianza, y nadie lo hubiese lamentado después.

               —Una verdadera multitud, señor Golde. Deben de estar faltos de noticias.
               El caballero del Times sonrió y carraspeó.
               —Espero que pueda usted rectificar esa falta, señor.

               El  señor  Golde  observó  a  Karellen  atentamente  mientras  éste  meditaba  su
           respuesta.  Parecía  tan  raro  que  los  rostros  de  los  superseñores,  rígidos  como
           máscaras,  no  traicionasen  ninguna  emoción.  Los  grandes  ojos  abiertos,  las  pupilas




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