Page 55 - El fin de la infancia
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presencia, habían alterado la historia de la humanidad. Habían cumplido su labor, y
           sus triunfos habían sobrevivido como para resonar a través de las edades.
               Los cálculos de Karellen habían sido exactos. La primera reacción desapareció

           rápidamente, aunque había aún muchos hombres orgullosos de su falta de prejuicios
           que no se atrevían a enfrentar a los superseñores. Era algo extraño, algo que estaba
           más allá de la lógica y la razón. En la Edad Media las gentes creían en el demonio, y

           lo  temían.  Pero  éste  era  el  siglo  veintiuno.  ¿Habría,  realmente,  algo  así  como  una
           memoria racial?
               Se aceptaba, por supuesto, universalmente, que los superseñores, o unos seres de

           la misma especie, habían tenido un violento conflicto con los primeros hombres. El
           encuentro debía de haberse producido en el pasado más remoto, pues no había dejado
           huellas. Karellen no ayudaba a solucionar este problema.

               Los superseñores, aunque se habían mostrado al hombre, dejaban pocas veces la
           nave.  Quizá  se  sentían  físicamente  incómodos  en  la  Tierra,  pues  su  tamaño,  y  la

           existencia de alas, indicaban que venían de un mundo de menor gravedad. Nunca se
           los  veía  sin  un  cinturón  provisto  de  complicados  mecanismos  que,  —se  creía
           generalmente— controlaba el peso de sus cuerpos y les ayudaba a comunicarse. La
           luz  del  sol  les  hacía  daño,  y  nunca  se  exponían  a  ella  sino  durante  unos  pocos

           segundos. Cuando tenían que salir al aire libre durante cierto tiempo, se ponían unos
           anteojos oscuros, lo que les daba una apariencia algo incongruente. Aunque parecían

           capaces de respirar el aire terrestre, a veces llevaban consigo unos pequeños cilindros
           de gas con los que se refrescaban de cuando en cuando.
               Quizá se mantenían apartados a causa de estos problemas meramente físicos. Sólo
           una pequeña fracción del género humano se había encontrado con ellos, y nadie sabía

           exactamente  cuántos  vivían  en  la  nave.  Nunca  se  los  veía  en  grupos  mayores  de
           cinco, pero en aquella enorme embarcación podían caber cientos, y miles.

               En  muchos  sentidos  el  aspecto  de  estos  seres  había  traído  más  problemas  que
           soluciones.  Su  origen  era  todavía  desconocido;  su  biología,  una  fuente  de
           especulaciones  infinitas.  Hablaban  libremente  de  muchas  cosas,  pero  de  otras
           guardaban un celoso secreto. En general, sin embargo, esto no preocupaba a nadie,

           salvo a los hombres de ciencia. El hombre común, aunque prefería no encontrarse con
           los superseñores, se sentía agradecido por los beneficios que habían traído al mundo.

               Comparada con las épocas anteriores, ésta era la edad de la utopía. La ignorancia,
           la enfermedad, la pobreza y el temor habían desaparecido virtualmente. El recuerdo
           de la guerra se perdía en el pasado como una pesadilla que se desvanece con el alba.

           Pronto ningún hombre viviente habría podido conocerlo.
               Con todas las energías de la humanidad encauzadas hacia un trabajo constructivo,
           el rostro del mundo se había transformado totalmente. Era, casi al pie de la letra, un

           nuevo  mundo.  Las  ciudades  en  que  habían  habitado  las  generaciones  anteriores




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