Page 60 - El fin de la infancia
P. 60

7




               Las invitaciones que envió Rupert Boyre recorrieron un impresionante total de
           kilómetros. Los doce primeros huéspedes, por ejemplo, fueron estos: los Foster de

           Adelaida,  los  Sboenberger  de  Haití,  los  Farran  de  Stalingrado,  los  Moravia  de
           Cincinnati, los Ivanko de París, y los Sullivan que vivían en las vecindades de la isla

           de  Pascua,  aunque  a  cuatro  kilómetros  bajo  el  fondo  del  mar.  Rupert  tuvo  la
           satisfacción  de  recibir  a  más  de  cuarenta  huéspedes,  aunque  sólo  había  invitado  a
           treinta. Sólo faltaron los Krause, pero porque olvidaron el calendario internacional y
           llegaron un día después.

               Hacia el mediodía, una imponente colección de máquinas aéreas se había reunido
           en el parque, y los rezagados, una vez que encontraron donde aterrizar, tuvieron que

           recorrer a pie un largo camino. Los vehículos agrupados en el parque variaban desde
           las cucarachas volantes de un solo asiento, a los Cadillac familiares que más parecían
           palacios aéreos que sensibles máquinas voladoras. Pero en esta época el transporte

           nada decía de la posición social de sus usuarios.
               —Es  una  casa  realmente  fea  —dijo  Jean  Morrel  mientras  el  aparato  Meteor
           descendía en espiral—. Parece una caja de cartón aplastada.

               George  Greggson,  quien  sentía  un  anticuado  disgusto  por  los  aterrizajes
           automáticos, ajustó los controles de descenso.
               —Es difícil juzgarla desde este ángulo —dijo luego con bastante sentido común

           —. Desde el nivel del suelo quizá parezca otra cosa.
               Se  posaron  entre  otro  Meteor  y  algo  que  no  pudieron  identificar.  Parecía  un
           aparato muy rápido y, pensó Jean, muy incómodo. Lo habrá construido alguno de

           esos técnicos amigos de Rupert, concluyó. Creía recordar una ley que prohibía esas
           cosas.
               Salieron  de  la  máquina  y  el  calor  los  golpeó  como  la  llama  de  un  soldador.

           Parecía como si el sol les estuviese sacando el agua del cuerpo, y George creyó oír
           que  le  crujía  la  piel.  Era  en  parte  culpa  de  ellos,  naturalmente.  Habían  salido  de
           Alaska tres horas antes y tenían que haber ajustado la temperatura de la cabina.

               —¡Qué lugar para vivir! —jadeó Jean—. Yo creía que aquí controlaban el clima.
               —Así es —replicó George—. Esto fue una vez un desierto, y mira ahora. Vamos,
           adentro estaremos mejor.

               La voz de Rupert un poco más alta que lo normal, les resonó en los oídos. El
           dueño  de  casa  estaba  de  pie  junto  a  la  máquina,  con  un  vaso  en  cada  mano,  y
           mirándolos desde lo alto con una expresión divertida. Los miraba desde lo alto por la

           sencilla  razón  de  que  medía  cuatro  metros  de  altura;  el  cuerpo,  además,  era
           translúcido.
               —¡Bonita triquiñuela para recibir a tus invitados! —protestó George y trató de




                                         www.lectulandia.com - Página 60
   55   56   57   58   59   60   61   62   63   64   65