Page 63 - El fin de la infancia
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a ver la biblioteca. ¿En qué piso crees que estará?
—Arriba, seguramente. No hay más cuartos aquí. Además, eso está de acuerdo
con el plan general. El vivir, el comer y el dormir han sido relegados al piso inferior.
Arriba está la sección juegos y diversiones, aunque eso de instalar una piscina en un
primer piso sigue pareciéndome una locura.
—Sospecho que hay algún motivo —dijo George abriendo una puerta cualquiera
—. Alguien tuvo que haber guiado a Rupert en la construcción de la casa. El solo no
hubiese sido capaz.
—Probablemente tienes razón. Si no fuese así, habría cuartos sin puertas, y
escaleras que no llevarían a ninguna parte. En realidad, tendría miedo de entrar en
una casa diseñada por Rupert.
—Aquí estamos —dijo George con el orgullo de un navegante al pisar tierra
firme—, la fabulosa colección Boyce en su nueva casa. Me pregunto cuántos de estos
libros habrá leído Rupert realmente.
La biblioteca abarcaba todo el ancho de la casa, pero los estantes colmados de
libros la dividían virtualmente en media docena de pequeñas dependencias. Había
aquí, si George no recordaba mal, unos quince mil volúmenes... casi todas las
publicaciones importantes sobre temas tan nebulosos como magia, investigación
psíquica, adivinación, telepatía y todo ese conjunto de huidizos fenómenos que
pueden ser clasificados como parafísicos. Era una distracción muy peculiar en esta
edad de la razón. Se trataba, presumiblemente, del método utilizado por Rupert para
huir de la realidad.
George notó enseguida el olor. Era débil, pero penetrante, y no tan desagradable
como misterioso. Jean, que también lo había advertido, fruncía el ceño tratando de
identificarlo. Ácido acético, pensó George... es lo que más se le parece. Pero es, sin
embargo, otra cosa...
La biblioteca terminaba en un espacio abierto, bastante amplio como para
contener una mesa, dos sillas y algunos almohadones. Éste, seguramente, era el lugar
donde leía casi siempre Rupert. Alguien estaba leyendo aquí ahora, con una luz
demasiado débil.
Jean ahogó un grito y tomó la mano de George. Esta reacción tenía algún sentido.
Una cosa era mirar una pantalla de televisión, y otra encontrarse con la realidad.
George, que muy pocas veces se sorprendía por algo, se recuperó enseguida.
—Espero que no lo hayamos molestado, señor —dijo cortésmente—. No
sabíamos que hubiese alguien aquí. Rupert no nos dijo nada.
El superseñor abandonó el libro un momento, los miró fijamente, y volvió a su
lectura. Como era alguien capaz de leer, hablar y hacer probablemente varias otras
cosas al mismo tiempo, no había en este acto ninguna descortesía. Sin embargo, para
un observador humano, el espectáculo era inquietantemente esquizofrénico.
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