Page 62 - El fin de la infancia
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estaba pensando: cada vez que se casaba. George enrojeció ligeramente y le lanzó a
Jean una mirada de reproche, pero la mujer no dio muestras de haber advertido el
alfilerazo. Amablemente, los llevó hasta el salón principal, donde se había reunido
una representativa colección de los amigos de Rupert. Rupert mismo estaba sentado
ante una mesa que parecía ser el tablero de un aparato de televisión. Se trataba,
concluyó George, del proyector de aquella imagen que había ido a encontrarlos.
Rupert estaba dedicado por entero a sorprender a otros dos; pero se interrumpió el
tiempo necesario para saludar a Jean y a George, y disculparse por haberle dado las
bebidas a algún otro.
—Encontrarán más por ahí —dijo señalando vagamente hacia atrás con una
mano, mientras que con la otra ajustaba los controles—. Están en su casa. Ya conocen
a casi toda la gente..., Maia los presentará a los demás. Gracias por haber venido.
—Gracias a ti por habernos invitado —dijo Jean sin mucha convicción. George
ya había partido hacia el bar y Jean lo siguió cambiando ocasionalmente algunos
saludos con las gentes amigas. Las tres cuartas partes de los presentes eran perfectos
desconocidos, cosa común en las fiestas de Rupert.
—Vayamos a explorar —le dijo a George cuando terminaron de refrescarse y de
saludar desde lejos a todas las caras familiares—. Quiero conocer la casa.
George la siguió lanzando, con no mucho disimulo, una última mirada hacia Maia
Boyce. Tenía un aire ausente en los ojos que a Jean no le gustaba nada. Era tan
molesto que los hombres fuesen fundamentalmente polígamos. Pero por otra parte, si
no lo fuesen... Sí, quizá era mejor así, al fin y al cabo.
George volvió pronto a la normalidad mientras investigaban las maravillas de la
nueva residencia de Rupert. La casa parecía muy grande para dos personas; pero era
necesario que fuese así, ya que soportaba frecuentes sobrecargas. Había dos pisos; el
de arriba era mucho más amplio para que los salientes sombrearan los alrededores del
piso bajo. El grado de mecanización era considerable, y la cocina se parecía
estrechamente a la cámara de pilotos de un transporte aéreo.
—¡Pobre Ruby! —dijo Jean—. Le hubiese encantado esta casa.
—Por lo que he oído —replicó George, quien no le tenía mucha simpatía a la
anterior señora Boyce—, juzgo que Ruby es perfectamente feliz con su amiguito
australiano.
Esto era algo tan sabido que Jean no pudo replicar. Así que cambió de tema.
—Es terriblemente bonita, ¿no es cierto?
George estaba bastante prevenido como para evitar la trampa.
—Oh, supongo que sí —replicó indiferentemente—. Siempre, claro, que a uno le
gusten las morenas.
—Lo que a ti no te pasa, naturalmente —dijo Jean con suavidad.
—No seas celosa, querida —rió George, acariciándole el pelo platinado—. Vamos
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