Page 61 - El fin de la infancia
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tomar las bebidas. La mano, como es natural, pasó a través de los vasos—. ¡Espero
           que nos ofrezcas algo más sustancial cuando entremos en la casa!
               —No  te  preocupes  —dijo  Rupert  riéndose—.  Haz  tu  pedido  y  cuando  llegues

           tendrás las bebidas preparadas.
               —Dos  grandes  vasos  de  cerveza,  enfriados  en  aire  líquido  —dijo  George
           rápidamente—. En seguida estaremos ahí.

               Rupert  asintió  con  un  movimiento  de  cabeza,  puso  los  vasos  sobre  una  mesa
           invisible, movió unos controles también invisibles, y desapareció.
               —¡Bueno! —dijo Jean—. Primera vez que veo funcionar uno de esos aparatos.

           ¿Cómo lo consiguió? Pensaba que sólo los tenían los superseñores.
               —¿Qué  no  tendrá  Rupert?  —replicó  George—.  Este  es  justo  el  juguete  que  le
           faltaba.  Puede  quedarse  cómodamente  sentado  en  su  estudio,  y  recorrer  al  mismo

           tiempo la mitad del continente africano. Sin calor, sin cucarachas, sin esfuerzo... y
           con una heladera cerca. Me pregunto qué habrían dicho Stanley y Livingstone.

               El sol puso fin a la conversación. Cuando llegaron a la puerta principal (difícil de
           distinguir  del  resto  del  muro  de  vidrio)  ésta  se  abrió  automáticamente  con  una
           fanfarria  de  trompetas.  Jean  pensó,  con  exactitud,  que  esa  fanfarria  terminaría  por
           enfermarla, aun antes que terminara el día.

               La actual señora Boyre los recibió en la deliciosa frescura del vestíbulo. La mujer
           era, para decir la verdad, la razón que había atraído a tantos invitados. Quizá la mitad

           de ellos había venido a ver la nueva casa; el resto se había decidido por la noticia de
           una nueva esposa.
               Sólo  había  un  adjetivo  capaz  de  describir  adecuadamente  a  la  señora  Boyce:
           perturbadora. Aun en ese mundo, donde la belleza era un lugar común, los hombres

           volvieron las cabezas cuando ella entró en el cuarto. La mujer, sospechó George, era
           negra por lo menos en una cuarta parte. Tenía unas facciones prácticamente griegas y

           un  cabello  largo  y  lustroso.  Sólo  la  piel,  brillante  y  oscura  —ese  gastado  adjetivo
           "achocolatado" era el único que le convenía—, revelaba la posible ascendencia.
               —Ustedes son Jean y George, ¿no es así? —les dijo la mujer extendiendo la mano
           —. Tanto gusto. Rupert está haciendo algo complicado con las bebidas... Vengan, les

           presentaré a los demás.
               La mujer tenía una rica voz de contralto, y George sintió que un ligero cosquilleo

           le subía y le bajaba por la espalda, como si alguien le pasase los dedos por la espina
           dorsal, tocando una flauta. Miró nerviosamente a Jean, que había logrado adoptar una
           sonrisa un tanto artificiosa, y al fin recobró la voz:

               —Mucho... mucho gusto en conocerla —dijo débilmente—. Hemos esperado con
           ansia esta fiesta.
               —Rupert da siempre tan hermosas fiestas —anotó Jean.

               Jean acentuó de tal modo la palabra "siempre" que no era difícil adivinar lo que




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