Page 68 - El fin de la infancia
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tuvieras que tratar.
—Supongo que sí —dijo George, no muy convencido.
La mesa le estaba resultando un poco dura, así que se incorporó. Rupert había
hallado al fin una mezcla satisfactoria y marchaba ya hacia sus huéspedes. Unas
voces quejosas lo reclamaban.
—¡Eh! —protestó George—. Antes que te vayas tengo que hacerte otra pregunta.
¿Cómo conseguiste ese transmisor-receptor de televisión con que trataste de
asustarnos?
—Fue algo así como una permuta. Indiqué que uno de esos dispositivos me
ayudaría mucho en mi trabajo, y Rashy transmitió mi sugerencia a los cuarteles
centrales.
—Perdóname por ser tan obtuso, ¿pero de qué te ocupas ahora? Me imagino,
claro, que tiene alguna relación con animales.
—Eso es. Soy un superveterinario. Tengo a mi cargo diez kilómetros cuadrados
de selva, y como mis pacientes no vienen a mí, voy yo hacia ellos.
—Un trabajo bastante pesado.
—Oh, claro que no resulta práctico ocuparse de la fauna menor. Sólo leones,
elefantes, rinocerontes, y otros animales parecidos. Todas las mañanas preparo los
controles para examinar unos cien metros cuadrados, me siento ante la pantalla y
recorro la región. Cuando encuentro algún enfermo subo a mi máquina voladora con
la esperanza de que mi tratamiento tenga éxito. A veces es bastante difícil. Los leones
por ejemplo no ofrecen dificultades, pero tratar de aplicar una inyección a un
rinoceronte con un dardo anestesiado es un trabajo de todos los demonios.
—¡Rupert! —gritó alguien desde la habitación vecina.
—Mira, mira lo que has hecho. Me he olvidado de mis huéspedes. Toma, lleva tú
esta bandeja. Esos son los que tienen vermouth. No quiero que se mezclen.
Poco antes de la caída del sol George logró escaparse a la terraza. Algunos muy
justificados motivos le habían provocado un ligero dolor de cabeza y sentía la
necesidad de alejarse del ruido y la confusión. Jean, que bailaba mucho mejor que él,
estaba todavía divirtiéndose, y no quería irse. George, ya alcohólicamente
sentimental, se sintió molesto y decidió meditar en paz bajo las estrellas. Se llegaba a
la terraza tomando la escalera mecánica hasta el primer piso, y subiendo luego por los
peldaños en espiral que rodeaban el aparato de aire acondicionado. Los peldaños
terminaban en una puerta que daba a la ancha y lisa terraza. La máquina volante de
Rupert descansaba en uno de los extremos; el área central era un jardín —que ya
mostraba signos de abandono— y el resto era simplemente una plataforma de
observación con unas pocas sillas de lona. George se echó en una de estas sillas y
lanzó a su alrededor una mirada imperial. Se sentía realmente dueño y señor de toda
la escena. Era, para decirlo con sencillez, todo un espectáculo. La casa de Rupert
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