Page 69 - El fin de la infancia
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había sido construida a orillas de una enorme represa que a unos cinco kilómetros de
           distancia, hacia el este, se convertía en pantanos y lagunas. Por el oeste el terreno era
           llano,  y  la  selva  llegaba  casi  hasta  la  casa.  Pero  más  allá  de  la  selva,  a  más  de

           cincuenta  kilómetros,  una  cadena  montañosa  se  extendía  como  un  muro,  hacia  el
           norte y el sur, hasta perderse de vista. Las cimas estaban veteadas de nieve, y más
           arriba,  mientras  caía  el  sol,  ya  en  los  últimos  instantes  de  su  carrera  diaria,  se

           encendían  las  nubes.  Mientras  contemplaba  aquellos  lejanos  baluartes,  George  se
           sintió dominado por una repentina sobriedad.





               Las  estrellas  que  asomaron  con  una  prisa  indecente,  tan  pronto  como  el  sol
           desapareció, eran para George totalmente desconocidas. Buscó la Cruz del Sur, pero

           no pudo encontrarla. Aunque sus conocimientos astronómicos eran muy escasos, y no
           podía reconocer sino unas pocas constelaciones, la ausencia de amigos familiares lo
           perturbaban excesivamente. Lo mismo podía decirse de los ruidos que venían de la

           selva, demasiado cercana. Basta de aire fresco, pensó. Volveré a la fiesta antes que un
           murciélago sediento de sangre, o algo igualmente desagradable, venga a examinar la
           terraza.





               Iba hacia la escalera cuando otro huésped surgió de la abertura. La oscuridad era

           ya tan grande que George no pudo reconocerlo.
               —Hola —dijo—. ¿También usted se siente harto?
               Su invisible acompañante se rió.
               —Rupert ha comenzado a exhibir una de sus películas. Ya las he visto todas.

               —Sírvase un cigarrillo —dijo George.
               —Gracias.

               A la luz del encendedor —George era muy aficionado a esas antiguallas— pudo
           reconocer al otro huésped, un joven negro de facciones sorprendentemente perfectas.
           Se lo habían presentado unas horas antes, pero había olvidado el nombre en seguida,
           junto con los de otros veinte desconocidos. Sin embargo, la cara le recordaba algo, y

           de pronto George sospechó la verdad.
               —No sé si nos han presentado realmente —dijo—, ¿pero no es usted el nuevo

           cuñado de Rupert?
               —Exactamente.  Soy  Jan  Rodricks.  Todo  el  mundo  dice  que  Maia  y  yo  nos
           parecemos mucho.

               George pensó si debía lamentar con Jan la adquisición del nuevo pariente. Al fin
           decidió que sería mejor que el pobre hombre descubriese solo la verdad. Después de
           todo era posible que Rupert se decidiese a sentar cabeza.

               —Yo soy George Greggson. ¿Es la primera vez que concurre a una de las famosas


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