Page 71 - El fin de la infancia
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               Ninguna  utopía  puede  satisfacer  siempre  a  todos.  A  medida  que  mejoraron  las
           condiciones  materiales  los  hombres  se  hicieron  más  ambiciosos  y  ya  no  se

           contentaron  con  el  poder  y  los  bienes  que  en  otra  época  habían  parecido
           inalcanzables. Y aunque el mundo exterior se había ajustado a casi todos los deseos,

           la curiosidad de la mente y la inquietud del corazón seguían aún muy vivas.
               Jan Rodricks, aunque raras veces apreciaba su suerte, se hubiese sentido aún más
           descontento en una época anterior. Un siglo antes el color de su piel hubiese sido un
           impedimento enorme y hasta quizá aplastante. Hoy no significaba nada. La inevitable

           reacción  que  había  dado  a  los  negros  del  siglo  veintiuno  un  leve  sentimiento  de
           superioridad también se había desvanecido. La palabra "negro" ya no era tabú en las

           reuniones sociales y todos la usaban sin embarazo. No tenía más contenido emocional
           que adjetivos tales como republicano, o metodista, conservador o liberal.
               El padre de Jan había sido un escocés encantador, aunque algo desordenado, que

           había  logrado  obtener  bastante  renombre  como  mago  profesional.  Su  muerte,  a  la
           temprana  edad  de  cuarenta  y  cinco  años,  había  tenido  como  causa  el  consumo
           excesivo del más famoso producto del país. Aunque Jan nunca había visto borracho a

           su padre, no estaba seguro de haberlo visto sobrio alguna vez.
               La señora Rodricks, todavía muy viva, enseñaba teoría de la probabilidad en la
           Universidad  de  Edimburgo.  Como  ejemplo  típico  de  la  extrema  movilidad  del

           hombre del siglo veintiuno, la señora Rodricks, que era negra como el carbón, había
           nacido en Escocia, mientras que su expatriado y rubio marido se había pasado toda la
           vida en Haití. Maia y Jan nunca habían tenido un hogar fijo, y habían oscilado entre

           las  familias  de  sus  progenitores  como  dos  rueditas  volantes.  Se  habían  divertido
           bastante, naturalmente, pero no habían llegado a corregir la inestabilidad heredada del
           señor Rodricks.

               A los veintisiete de edad, Jan tenía aún por delante varios años de estudio antes de
           que tuviese que pensar seriamente en su carrera. Había obtenido fácilmente el título
           de  bachiller,  siguiendo  un  plan  de  estudios  que  un  siglo  antes  hubiese  parecido

           verdaderamente  extraño.  Sus  más  importantes  materias  habían  sido  matemática  y
           física, pero había estudiado también filosofía y apreciación musical. Aun para el alto
           nivel de aquella época, Jan era un pianista aficionado de primera categoría.

               Dentro  de  tres  años  obtendría  el  doctorado  en  física  aplicada,  con  astronomía
           como ciencia auxiliar. Esto supondría bastante trabajo, pero Jan lo prefería así. Estaba
           estudiando en la que era quizá la institución más hermosamente situada del mundo, la

           Universidad de la Ciudad del Cabo, construida en la falda de la montaña de la Mesa.
               No  tenía  preocupaciones  materiales;  sin  embargo  se  sentía  descontento,  y  su
           situación le parecía irremediable. Para empeorar las cosas, la felicidad de Maia —




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