Page 72 - El fin de la infancia
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aunque no la envidiaba—, de ningún modo había subrayado la causa principal de sus
disgustos.
Pues Jan sufría a causa de la romántica ilusión —motivo de tanta desgracia y de
tanta poesía— de que todo hombre tiene realmente un solo amor verdadero. A una
edad desacostumbradamente tardía había entregado su corazón, por vez primera, a
una dama más renombrada por su belleza que por su constancia. Rosita Tsien
declaraba, con perfecta verdad, que corría por sus venas la sangre de los emperadores
Manchú. Todavía tenía muchos súbditos, incluida la mayor parte de los estudiantes de
la Facultad de Ciencias, en el Cabo. Jan había sido hechizado por su delicada belleza
floral, y la historia había progresado lo bastante como para tener un fin
verdaderamente triste. Jan no podía imaginar qué había fallado.
Saldría de eso, naturalmente. Otros hombres habían sobrevivido a catástrofes
parecidas sin sufrir daños irreparables, y hasta habían llegado a esa época en que se
dice: —¡Nunca pude haberme tomado en serio a una mujer como ésa! —Pero Jan no
veía aún la posibilidad de tal desprendimiento, y actualmente estaba muy disgustado
con la vida.
Su otro motivo de preocupación era más difícil de remediar, pues tenía como
origen la relación existente entre sus ideales y los superseñores. La mente de Jan era
tan romántica como su corazón. Como tantos otros hombres de su edad, desde que la
conquista del aire era realmente posible, había dejado que sus sueños y su
imaginación recorrieran los inexplorados mares del espacio.
Un siglo antes el hombre había puesto un pie en la escalera que llevaba a las
estrellas; en ese mismo instante —¿podía haber sido una coincidencia?— le habían
cerrado la puerta de los planetas en las narices. Los superseñores habían puesto pocas
barreras a las actividades humanas (la guerra era quizá la mayor excepción) pero los
estudios sobre viajes interplanetarios se habían casi, interrumpido. La ciencia de los
superseñores parecía inalcanzable. Por el momento, al menos, el hombre se había
desanimado y había vuelto la atención hacia otras esferas. No había por qué
desarrollar cohetes cuando los superseñores tenían medios de propulsión
infinitamente superiores, basados en principios ignorados por todos.
Unos pocos centenares de hombres habían visitado la Luna con el propósito de
establecer allí un observatorio astronómico. Habían viajado como pasajeros en una
nave pequeña, manejada por superseñores e impulsada por cohetes. Era obvio que
muy poco podía aprenderse del estudio de un vehículo tan primitivo, aunque sus
dueños permitiesen que los hombres de ciencia terrestre lo examinasen a su gusto.
El hombre era, por lo tanto, prisionero de su propio planeta; un planeta mucho
más hermoso, pero más pequeño que hacía un siglo junto con la guerra, el hambre y
la enfermedad, los superseñores habían abolido la aventura.
La luna naciente teñía ya el cielo oriental con un resplandor pálido y blanquecino.
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