Page 75 - El fin de la infancia
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era indudable que la ciencia moderna podía mejorarlas. Y aquí está el resultado.
Acercad las sillas... ¿Estás seguro de que no quieres unirte a nosotros, Rashy?
El superseñor pareció titubear durante una fracción de segundo. Luego sacudió
negativamente la cabeza. (¿Había aprendido ese gesto en la Tierra? se preguntó
George.)
—No, gracias —replicó—, prefiero mirar. Quizá en otra ocasión.
—Muy bien. Hay tiempo de sobra para que cambies de parecer.
Oh, ¿hay tiempo? pensó George mirando tristemente su reloj.
Rupert había reunido a sus amigos alrededor de una mesita maciza, perfectamente
circular. Levantó la superficie de material plástico y reveló un brillante mar de
apretados y redondos cojinetes. El borde un poco saliente de la mesa impedía que
escaparan. George no podía imaginar para qué servía todo eso. La luz se reflejaba
sobre los cojinetes en centenares de puntos, formando fascinantes e hipnóticas
figuras. George se sintió ligeramente mareado.
Mientras los demás acercaban las sillas, Rupert buscó debajo de la mesa, sacó un
disco de unos diez centímetros de diámetro, y lo colocó sobre los cojinetes.
—Eso es —dijo—. Vosotros ponéis los dedos aquí, y el disco gira sin encontrar
resistencia.
George lanzó una mirada de profundo disgusto al dispositivo. Advirtió que las
letras del alfabeto habían sido colocadas sobre la mesa a intervalos regulares, aunque
sin ningún orden. Además, distribuidos entre las letras, se veían varios números, del 1
al 9, y en dos extremos opuestos unas tarjetas con las palabras "Sí" y "No".
—Todo esto me parece magia barata —murmuró George—. Me sorprende que
alguien se lo tome en serio en esta época.
Luego de haber emitido esta débil protesta, George se sintió un poco mejor.
Rupert pretendía no sentir por estos fenómenos más que una desinteresada
curiosidad. Tenía una mente amplia, pero no era un crédulo. Jean, en cambio... bueno,
George se sentía un poco preocupado. La muchacha creía, en apariencia, que en este
asunto de la telepatía y de la segunda visión había algo realmente.
George no advirtió, hasta después de haber hablado, que la frase implicaba
también una censura a Rashaverak. —Lo miró nerviosamente, pero no había en el
superseñor ningún signo de reacción. Lo que no probaba nada en absoluto.
Ya todos ocupaban sus sitios. Alrededor de la mesa y en el sentido de las agujas
del reloj, se habían instalado Rupert, Maia, Jan, Jean, George y Benny Shoenberger.
Ruth
Shoenberger estaba sentada aparte con un anotador. Se había opuesto, parecía, a
participar de la sesión, lo que había provocado ciertos comentarios oscuramente
sarcásticos de Benny a propósito de los que todavía se tomaban el Talmud en serio.
Sin embargo, no se oponía de ningún modo a actuar como cronista.
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