Page 80 - El fin de la infancia
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—Ese hombre, Boyce —dijo Karellen—. Hábleme de él.
El supervisor no usó, naturalmente, estas mismas palabras, y expresó además
unos pensamientos mucho más sutiles. Un hombre hubiese oído una corta explosión
de sonidos rápidamente modulados, no muy diferentes de los de un transmisor Morse
de alta velocidad. Aunque se habían grabado numerosos ejemplos de ese lenguaje su
extrema complejidad había desafiado todos los análisis. Y la velocidad era tal, que
nadie hubiese podido, aunque dominase los elementos de esa lengua, sostener una
conversación normal con los superseñores.
El supervisor de la Tierra estaba de pie, de espaldas a Rashaverak, mirando a
través del abismo multicolor del Gran Cañón. Diez kilómetros más allá, algo velados
por la distancia, los pétreos terraplenes reflejaban toda la violencia del sol. Abajo, a
centenares de metros del borde rocoso en el que se encontraba Karellen, una rastra de
mulas descendía con lentitud hacia las profundidades del valle. Era curioso, pensó
Karellen, que los seres humanos aprovechasen aún todas las ocasiones para volver a
las costumbres primitivas. Hubiesen podido llegar al fondo del cañón en una fracción
de segundo, y con más comodidad. Pero preferían arrastrarse por senderos que
parecían muy peligrosos, y que quizá lo eran.
Karellen movió apenas la mano. El gran panorama se desvaneció dejando sólo un
sombrío vacío de profundidad indeterminada. La realidad de su empleo y de su
posición volvieron a él.
—Rupert Boyce es, en cierto modo, un curioso personaje —respondió
Rashaverak—. Profesionalmente está a cargo de una importante sección de la reserva
africana. Es bastante eficiente, y tiene interés en su trabajo. Como debe vigilar varios
kilómetros cuadrados, está usando uno de los quince visores panorámicos que hemos
entregado en préstamo; con los resguardos usuales, como es natural. El visor, además,
es el único capaz de emitir toda clase de proyecciones. Boyce puede aprovechar muy
bien estas facilidades, por eso le hemos permitido emplear el aparato.
—¿Qué razones ha dado?
—Quería aparecerse a los animales salvajes, para que fueran acostumbrándose, y
no lo atacaran cuando se presentase ante ellos. La teoría resultó exacta con animales
que reaccionan más con los estímulos visuales que con los olfativos... Aunque
probablemente un día terminarán por matarlo. Y, naturalmente, le hemos dejado el
aparato por otras razones.
—¿Para que cooperase con nosotros?
—Precisamente. Me puse en contacto con Boyce porque es dueño de una de las
mejores bibliotecas del mundo en cuestiones de parapsicología y otros temas afines.
Cortésmente, pero con firmeza, rehusó a prestarnos sus libros, y tuve que visitarlo.
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