Page 82 - El fin de la infancia
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—Estudiaré las dos posibilidades —replicó Karellen—. Se nos ha ordenado no
           revelar la posición de nuestra base, aunque la información no podrá, en este caso,
           volverse contra nosotros.

               —Estoy  de  acuerdo.  Rodricks  posee  cierta  información  que  es  de  dudosa
           veracidad, y sin ningún valor práctico.
               —Así parecerá al menos —dijo Karellen—. Pero no nos sintamos muy seguros.

           Los  seres  humanos  son  notablemente  ingeniosos,  y  a  veces  muy  pacientes.  No
           conviene subestimarlos y será interesante seguir la carrera del señor Rodricks.





               Rupert  Boyce  nunca  llegó  realmente  al  fondo  de  la  cuestión.  Cuando  sus
           huéspedes  dejaron  la  casa,  con  menos  ruido  que  de  costumbre,  Rupert  pensativo,

           arrastró la mesita hasta el rincón. Una leve niebla alcohólica le impedía analizar de
           veras lo ocurrido, y hasta los mismos hechos se le habían borrado ya ligeramente.
           Tenía  la  vaga  idea  de  haber  asistido  a  algo  muy  importante,  pero  huidizo,  y  se

           preguntó si discutiría el incidente con Rashaverak. En seguida pensé que sería una
           falta de tacto. Al fin y al cabo su cuñado tenía la culpa de todo. Se sintió vagamente
           enojado  con  Jan.  ¿Pero  era  Jan  responsable?  ¿O  algún  otro?  Rupert  recordó,  con

           cierta  vergüenza,  que  había  sido  su  experimento.  Decidió  entonces,  con  bastante
           éxito, olvidar el asunto.
               Quizá habría hecho algo si hubiese encontrado la última página del anotador de

           Ruth.  Pero  la  hoja  se  había  extraviado  en  medio  de  la  discusión.  Jan  se  declaró
           inocente y... bueno, uno no podía acusar a Rashaverak. Y nadie recordaba qué había
           deletreado  el  disco,  salvo  que  el  mensaje  no  tenía,  aparentemente,  ningún

           significado...
               El experimento afectó ante todo a George Greggson. Nunca pudo olvidar el terror
           que sintió en aquel instante, cuando Jean cayó en sus brazos. El repentino desamparo

           de Jean transformó a la amable compañera en un ser que invitaba a la ternura y al
           afecto. Las mujeres se habían desmayado —no siempre sin intención— desde épocas
           inmemoriales, y los hombres habían respondido siempre adecuadamente. El colapso

           de  Jean  fue  totalmente  espontáneo,  pero  no  habría  tenido  más  éxito  si  hubiese
           obedecido a un plan. En ese instante, como pudo comprenderlo más tarde, George
           tomó una de las decisiones más importantes de su vida. Jean era, definitivamente, la

           muchacha que más le importaba, a pesar de sus raras ideas y de sus más raros amigos.
           No tenía intención de abandonar a Naomi o Joy o Elsa o —¿cómo se llamaba?—
           Denise; pero había llegado la hora de decidirse por algo más permanente. Jean estaría

           sin duda de acuerdo, pues los sentimientos de ambos habían sido muy claros desde un
           principio.







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