Page 87 - El fin de la infancia
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               La  raza  humana  continuaba  calentándose  al  sol  en  el  largo  y  claro  mediodía
           estival de la paz y la prosperidad. ¿Habría otra vez un invierno? Era inconcebible. La

           edad de la razón, saludada prematuramente por los jefes de la revolución francesa dos
           siglos y medio antes, había llegado al fin. Esta vez era cierto.

               Había algunos inconvenientes, claro, aunque se los aceptaba de buena gana. Uno
           tenía que ser muy viejo, realmente, para advertir que los periódicos que los teletipos
           imprimían en todos los hogares eran bastante aburridos. Las crisis que alguna vez
           habían originado los grandes titulares ya no eran posibles. No existían ya asesinatos

           misteriosos  para  confundir  a  la  policía  y  hacer  nacer  en  todos  los  pechos  una
           indignación  moral  que  a  menudo  sólo  era  envidia  reprimida.  Cuando  había  algún

           asesinato,  no  era  nunca  misterioso;  bastaba  con  mover  una  perilla...  y  el  crimen
           volvía a representarse. La existencia de instrumentos capaces de estas hazañas había
           causado en un principio considerable pánico entre gentes que vivían en un todo de

           acuerdo  con  las  leyes.  Esto  era  algo  que  los  superseñores,  que  conocían  la  mayor
           parte, pero no todos los recovecos de la psicología humana, no habían previsto. Tuvo
           que ponerse perfectamente en claro que ningún curioso podía espiar a sus semejantes,

           y que los pocos aparatos manejados por los hombres serían estrictamente controlados.
           El proyector de Rupert Boyce, por ejemplo, no podía operar más allá de las fronteras
           de la reserva, de modo que Rupert y Maia eran las únicas personas que entraban en su

           dominio.
               Aun  los  pocos  crímenes  de  importancia  que  ocurrían  a  veces  no  recibían  gran
           atención de los periódicos. Pues la gente educada no tiene interés, al fin y al cabo, en

           enterarse de las gaffes sociales del prójimo.
               La semana laborable tenía ahora veinte horas, pero esas veinte horas no eran una
           prebenda. Había muy poco trabajo de naturaleza rutinaria y mecánica. Las mentes de

           los  hombres  eran  demasiado  valiosas  para  gastarlas  en  tareas  que  podían  ser
           realizadas por unos pocos miles de transmisores, algunas células fotoeléctricas, y un
           metro  cúbico  de  circuitos.  Había  algunas  fábricas  capaces  de  funcionar  durante

           semanas  enteras  sin  ser  visitadas  por  ningún  ser  humano.  Los  hombres  sólo  eran
           necesarios para eliminar dificultades, tomar decisiones o trazar nuevos planes. Los
           robots hacían el resto.

               La existencia de tanto ocio hubiese creado tremendos problemas un siglo antes.
           La educación había eliminado la mayoría de esos problemas, ya que una mente bien
           equipada no cae en el aburrimiento. El nivel general de la cultura hubiese parecido

           fantástico en otra época. No había pruebas de que la inteligencia de la raza humana
           hubiese mejorado, pero por primera vez todos tenían la oportunidad de emplear el
           cerebro.




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