Page 91 - El fin de la infancia
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—Otra  cosa  —dijo  Rupert,  cambiando  repentinamente  el  tema—,  si  crees  que
           éste  es  un  gran  trabajo,  tendrías  que  ver  el  que  le  encargaron  a  Sullivan.  Ha
           prometido  entregar  dos  enormes  criaturas:  una  ballena  y  un  pulpo  gigante.

           Aparecerán trabados en un combate mortal. ¡Qué cuadro!
               Por un momento Jan no contestó. La idea que le había estallado en el cerebro era
           demasiado  desaforada  y  fantástica  para  tomársela  en  serio.  Sin  embargo,  por  ser

           precisamente tan osada, podía tener éxito...
               —¿Qué te pasa? —dijo Rupert, ansioso—. ¿Te está haciendo daño el calor?
               Jan se sacudió volviendo a la realidad.

               —Estoy bien —dijo—. Me preguntaba solamente cómo harán los superseñores
           para recoger un paquetito semejante.
               —Oh —dijo Rupert—, descenderán en una de esas naves de carga, se abrirá una

           escotilla, y lo meterán adentro.
               —Exactamente lo que yo pensaba —dijo Jan.

               Hubiese  podido  ser  la  cabina  de  una  nave  del  espacio.  Las  paredes  estaban
           cubiertas con medidores e instrumentos; no había ventanas, sólo una vasta pantalla
           ante el asiento del piloto. El navío podía llevar a seis personas, pero Jan era el único
           pasajero.





               Estaba mirando atentamente la pantalla, absorbiendo el desfile de imágenes de

           esa  extraña  y  desconocida  región.  Desconocida,  sí,  tan  desconocida  como  la  que
           podría  encontrar  más  allá  de  las  estrellas,  si  ese  plan  alocado  tenía  éxito.  Estaba
           entrando en un reino de pesadilla, pasando de una a otra criatura en medio de una

           oscuridad que no había sido perturbada desde los orígenes del mundo. Era un reino
           sobre el que habían navegado los hombres durante miles de años; un reino que se
           extendía  a  un  kilómetro  de  profundidad,  bajo  las  quillas  de  las  naves,  y  que  sin

           embargo, hasta los últimos cien años, había sido menos conocido que la cara visible
           de la Luna.





               El piloto estaba descendiendo desde las cimas oceánicas hacia la vastedad todavía
           inexplorada de la cuenca del Pacífico sur. Seguía, como lo sabía Jan, una red invisible

           de ondas sonoras creadas por rayos que recorrían el fondo del océano. Navegaban
           aún tan lejos de ese fondo como las nubes de la superficie de la Tierra...
               Había  poco  que  ver;  los  aparatos  registradores  del  submarino  investigaban  en

           vano  las  aguas.  Las  perturbaciones  creadas  por  las  turbinas  de  reacción  habían
           asustado  probablemente  a  los  peces  menores;  si  se  acercaba  alguna  criatura  sería
           bastante grande como para no conocer el significado del miedo.

               La pequeña cabina vibraba sacudida por la energía... la energía que sostenía el


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