Page 96 - El fin de la infancia
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Una edad anterior hubiese considerado al profesor Sullivan como un lujo
excesivo. Sus operaciones costaban tanto como una pequeña guerra; podía
comparársele con un general que conducía una campaña perpetua contra un enemigo
que no descansaba nunca. El enemigo del profesor Sullivan era el mar, que luchaba
con las armas del frío, la oscuridad y, sobre todo, la presión. A su vez el profesor
contraatacaba a su adversario con inteligencia y habilidad mecánica. Había ganado
muchas batallas; pero el mar era paciente: podía esperar. Un día Sullivan cometería
un error. Lo sabía. Se consolaba pensando que no iba a morir ahogado. Todo ocurriría
con demasiada rapidez.
Sullivan no hubiera querido comprometerse, pero sabía muy bien qué le
respondería a Jan. Se le ofrecía la oportunidad de hacer un experimento muy
interesante. Era una lástima que no pudiese conocer el resultado; sin embargo, eso
ocurría a menudo en la investigación científica, y él mismo había iniciado algunos
trabajos que serían completados sólo después de varias décadas.
El profesor Sullivan era un hombre inteligente y capaz, pero al lanzar una mirada
retrospectiva a su carrera observaba que ésta no le había dado la fama que salva un
nombre del paso de los siglos. Tenía aquí una oportunidad, totalmente inesperada y
por lo mismo más atractiva, de establecerse realmente en los libros de historia. Nunca
hubiese admitido ante nadie esa ambición, y para hacerle justicia, hubiese ayudado a
Jan aunque su participación en el complot pudiese pasar inadvertida.
En cuanto a Jan, ya se estaba enfrentando con las consecuencias de su proyecto.
Aquella primitiva ocurrencia lo había llevado bastante lejos. Había realizado sus
investigaciones, pero sin tomar ninguna medida como para que sus sueños se
convirtiesen en realidad. Dentro de unos días, sin embargo, tendría que decidirse. Si
el profesor Sullivan aceptaba, Jan no podría retroceder. Tendría que enfrentarse con el
futuro que había elegido, con todas sus implicaciones.
Finalmente se decidió al pensar que, si desdeñaba esta increíble oportunidad,
nunca se lo perdonaría a sí mismo. Se pasaría el resto de la vida lamentándose en
vano, y no podía haber nada peor.
La respuesta de Sullivan llegó horas más tarde, y Jan comprendió que su suerte
estaba echada. Lentamente, pues había aún mucho tiempo, comenzó a ordenar sus
asuntos.
Querida Maia (comenzaba la carta): Esto va a ser —para decirlo con suavidad—
una verdadera sorpresa para ti. Cuando recibas esta carta, ya no estaré en la Tierra.
Con eso no quiero decir que habré ido a la Luna, como tantos otros. No. Estaré en
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