Page 83 - El fin de la infancia
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Su decisión tenía otro motivo que George ignoraba. La experiencia de esa noche
había debilitado el orgullo y el desprecio que le inspiraban los peculiares intereses de
Jean. Nunca lo reconocería, pero era así; el hecho había suprimido las últimas
barreras.
Miró a Jean, pálida, pero repuesta, reclinada en el asiento de la máquina voladora.
Abajo reinaban las sombras; arriba, los astros. George ignoraba totalmente dónde
estaban, dentro de un radio de mil kilómetros. Pero ésa era tarea del robot. Estaba
guiándolos hacia la casa y los haría aterrizar dentro de (así anunciaba el tablero)
cincuenta y siete minutos.
Jean le devolvió la sonrisa y retiró suavemente su mano de la de George.
—Deja que me circule la sangre —pidió frotándose los dedos—. Tranquilízate,
me siento muy bien.
—¿Qué crees que habrá pasado? ¿No recuerdas nada?
—No. Un vacío total. Oí la pregunta de Jan... y luego los vi a todos haciendo un
alboroto a mi alrededor. Fue, estoy segura, una especie de trance. Al fin y al cabo...
Jean se interrumpió y decidió al fin no decirle que ya le había ocurrido otras
veces. Sabía qué pensaba George de estas cosas y no quería trastornarlo todavía más,
o hasta asustarlo quizá.
—¿Al fin y al cabo qué? —preguntó George.
—Oh, nada. Me pregunto qué habrá pensado aquel superseñor. Probablemente no
esperaba tanto.
Jean se estremeció ligeramente, y se le nublaron los ojos.
—Les tengo miedo a los superseñores, George. Oh, no quiero decir que sean
malvados, ni nada parecido. Creo que son bien intencionados, y que hacen lo que
quizá nos conviene más. Sólo me pregunto qué planes tendrán realmente.
George se movió, incómodo.
—El hombre se ha preguntado lo mismo desde que los superseñores llegaron a la
Tierra —dijo—. Nos lo dirán cuando llegue el momento... y francamente no tengo
tanta curiosidad. Me preocupan ahora otras cosas más importantes. —Se volvió hacia
Jean y le tomó las manos—. ¿Qué te parece si vamos mañana a los Archivos y
firmamos un contrato por, digamos, cinco años?
Jean lo miró fijamente y decidió que, en general, lo que estaba viendo le gustaba.
—Hazlo de diez —le dijo.
Jan dejó pasar un tiempo. No había prisa y quería pensarlo. Era, casi, como si
temiera llevar adelante aquella investigación y que la fantástica esperanza que le
ocupaba ahora la mente se desvaneciese de pronto.
Mientras no estaba seguro, podía soñar al menos.
Además, para hacer sus comprobaciones, tendría que ir a la biblioteca del
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