Page 73 - El fin de la infancia
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Allá arriba, se dijo Jan, estaba la base central de los superseñores, entre las montañas
           de Platón. Aunque las naves de aprovisionamiento habían estado yendo y viniendo
           durante más de setenta años, sólo en vida de Jan se había revelado el secreto, y los

           superseñores  iniciaban  ahora  sus  viajes  ante  los  mismos  ojos  de  la  Tierra.  En  el
           telescopio de cinco metros de abertura podía verse cómo el sol de la mañana o de la
           tarde proyectaba sobre las planicies de la Luna la sombra de aquellas enormes naves.

               Como todo lo que hacían estos seres era de gran interés para la humanidad, se
           llevó una cuenta minuciosa de sus idas y venidas, y ya comenzaba a descubrirse una
           cierta  relación  entre  los  diversos  movimientos,  aunque  no  su  causa.  Una  de  esas

           grandes sombras había desaparecido unas horas antes. Eso significaba, como lo sabía
           Jan, que en un lugar del espacio, ya fuera de la Luna, la nave de los superseñores
           estaba preparándose para iniciar el viaje hacia el hogar distante y desconocido.

               Jan nunca había visto a una de esas naves en el momento de elevarse hacia los
           astros. En las noches claras, la nave era visible desde una de las mitades del mundo;

           pero  Jan  nunca  había  tenido  suerte.  Uno  nunca  podía  decir  con  exactitud  cuándo
           comenzaría  el  verdadero  viaje,  y  los  superseñores  no  adelantaban  la  noticia.  Jan
           decidió esperar otros diez minutos antes de volver a la fiesta.
               ¿Qué era eso? Sólo un meteoro que atravesaba la constelación de Eridano. Jan

           suspiró, descubrió que se le había apagado el cigarrillo, y encendió otro.
               Ya se había fumado la mitad cuando, a un millón de kilómetros, el navío estelar

           comenzó  a  moverse.  Desde  el  mismo  centro  de  la  creciente  luna  iluminada  una
           chispita comenzó a ascender hacia el cenit. Al principio el movimiento era tan lento
           que apenas se lo advertía, pero poco a poco la nave fue ganando velocidad. Siguió
           subiendo  cada  vez  con  mayor  brillo,  hasta  que  de  pronto  desapareció.  Momentos

           después volvió a aparecer, más veloz y brillante. Encendiéndose y apagándose, con
           un  ritmo  peculiar,  subió  rápidamente  por  el  cielo,  dibujando  una  fluctuante  línea

           luminosa  entre  los  astros.  Aunque  uno  ignorase  la  distancia  real  la  impresión  de
           velocidad quitaba el aliento. Sabiendo que la nave se encontraba más allá de la Luna,
           el cálculo de las velocidades y energías confundían la mente.
               Jan sabía que estaba viendo un subproducto de esas energías. La nave misma era

           invisible,  ya  muy  por  encima  de  esa  luz  ascendente.  Así  como  un  cohete
           estratosférico  deja  una  estela  de  vapor,  del  mismo  modo  el  resuelto  navío  de  los

           superseñores dejaba también su huella. La teoría generalmente aceptada —y había
           muy  pocas  dudas  sobre  su  veracidad—  decía  que  las  enormes  aceleraciones  de  la
           nave provocaban una distorsión local del espacio. Jan sabía que estaba viendo nada

           menos que la luz de unas estrellas distantes, reunidas y enfocadas hacia la Tierra,
           cada vez que en el camino recorrido por la nave se cumplían ciertas condiciones. Era
           una prueba visible de la relatividad: la curvatura de la luz en presencia de un colosal

           campo gravitatorio.




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