Page 52 - El fin de la infancia
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               —¡Ha llegado el día! —Murmuraban las radios en un centenar de lenguas—. ¡Ha
           llegado  el  día!  —decían  los  encabezamientos  de  un  millar  de  periódicos—.  ¡Ha

           llegado  el  día!  —pensaban  los  fotógrafos  mientras  probaban  una  y  otra  vez  las
           cámaras agrupadas alrededor del vasto espacio vacío donde descendería la nave de

           Karellen.
               Sólo había una nave ahora, suspendida sobre Nueva York. En realidad, como los
           hombres  acababan  de  descubrirlo,  las  naves  que  habían  flotado  sobre  las  otras
           ciudades no habían existido nunca. El día anterior esas naves habían desaparecido

           convirtiéndose  en  nada,  deshaciéndose  como  la  niebla  en  una  mañana  de  sol.  Las
           naves  de  aprovisionamiento  que  iban  y  venían  por  las  lejanías  del  espacio  eran

           verdaderamente reales; pero las nubes de plata que habían flotado durante toda una
           vida  sobre  las  capitales  terrestres  sólo  habían  sido  una  ilusión.  Nadie  podía
           explicarlo,  pero  parecía  que  esas  naves  no  fueron  más  que  una  imagen  de  la

           embarcación de Karellen. Sin embargo, había habido algo más que un simple juego
           de luces, pues también el radar había sido engañado, y aún vivían algunos que creían
           haber oído el silbido del aire mientras la flota bajaba del cielo.

               No importaba. Karellen ya no tenía necesidad de ese despliegue de fuerzas. Había
           dejado a un lado las armas psicológicas.
               —¡La nave se mueve! —gritaron las voces, transmitidas inmediatamente a todos

           los rincones del planeta—. ¡Va hacia el oeste!
               A menos de mil kilómetros por hora, abandonando lentamente las vacías alturas
           de la estratosfera, la nave marchaba hacia las grandes llanuras y hacia su segunda cita

           con la historia. Descendió dócilmente ante las cámaras expectantes y los apretados
           millares de espectadores. Entre estos muy pocos podrían ver mejor que los millones
           de personas reunidos en todo el mundo ante las pantallas de televisión.

               El suelo debió de temblar y crujir ante el enorme peso, pero la nave estaba aún
           sostenida por las fuerzas que la habían lanzado a través de las estrellas. Tocó la tierra
           con tanta suavidad como un copo de nieve.

               Una  de  las  curvas  paredes  de  la  nave,  a  una  altura  de  veinte  metros,  pareció
           moverse  y  brillar;  donde  momentos  antes  sólo  había  habido  una  superficie
           resplandeciente y lisa, apareció una vasta abertura. Nada se veía por esa abertura ni

           aun con la ayuda del inquisitivo ojo de la cámara. Era tan negra como la entrada de
           una caverna.
               Una rampa ancha y brillante salió del orificio y descendió lentamente hacia el

           suelo.  Parecía  una  sólida  hoja  de  metal  con  barandillas  a  los  lados.  No  tenía
           escalones. Era tan lisa y empinada como un tobogán y —pensamos los hombres—
           subir o bajar por ella parecía imposible.




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