Page 49 - El fin de la infancia
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sobre el lago. Luego, antes que el viento frío se levantara desde el bosque, volvía a su
casa. Este rito sencillo le proporcionaba una gran satisfacción, y esperaba repetirlo
mientras le durasen las fuerzas.
Allá lejos, sobre el lago, algo venía desde el oeste, volando a baja altura y a gran
velocidad. Los aeroplanos eran raros en esta región. Sólo las líneas transpolares
pasaban por allá arriba a toda hora, de día y de noche. Pero nada se advertía de su
presencia, salvo una ocasional estela de vapor que atravesaba el azul de la
estratosfera. Esta máquina era un pequeño helicóptero, y estaba viniendo hacia él con
una innegable determinación. Stormgren miró a lo largo de la playa Y vio que era
imposible escapar. Se encogió de hombros y se sentó en el banco de madera, en la
punta del muelle.
El periodista se mostró tan deferente que Stormgren se sorprendió. Había
olvidado que no era sólo un viejo estadista sino casi un mito.
—Señor Stormgren —comenzó a decir el intruso—, lamento molestarlo; pero
quisiéramos hacerle una pregunta sobre algo que acabamos de saber. Se trata de los
superseñores.
Stormgren frunció levemente el ceño. Después de tantos años aún compartía el
desagrado de Karellen por esa palabra.
—No creo —dijo— que pueda añadir mucho a lo que ya se ha escrito.
El periodista lo observaba con mucha curiosidad.
—Creo que podría. Ha llegado recientemente a nosotros una historia bastante
rara. Parece que, hace unos treinta años, uno de los técnicos del departamento
científico construyó para usted un equipo notable. ¿Qué puede decirnos sobre ese
asunto?
Stormgren guardó silencio mientras rememoraba aquellos días. No era raro que se
hubiese descubierto el secreto. Al contrario, le sorprendía que no se hubiese sabido
antes.
Se incorporó y echó a caminar a lo largo del muelle. El periodista lo seguía a unos
pasos de distancia.
—La historia —dijo Stormgren— encierra una parte de verdad. En mi última
visita a la nave de Karellen llevé conmigo cierto aparato, con la esperanza de ver al
supervisor. Era una actitud bastante tonta pero... bueno, yo no tenía más de sesenta
años. —Stormgren rió entre dientes y luego continuó: —No es una historia de tanto
valor como para justificar el viaje de usted. Pues verá, no obtuve ningún resultado.
—¿No vio nada?
—No, absolutamente nada. Temo que tendrá que esperar; pero al fin y al cabo
faltan sólo veinte años.
Veinte años. Sí, Karellen tenía razón. Para ese entonces el mundo estaría
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