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dice que tiene treinta y tres. Por mucho que queramos, pronto tendremos que
empezar en otro lugar.
Su respuesta me confundió. Había pensado que el asunto de la marcha tenía
que ver con dejar a su familia vivir en paz. ¿Por qué debíamos irnos nosotros si ellos
se marchaban también? Le miré en un intento de entender lo que me quería decir.
Me devolvió la mirada con frialdad.
Con un acceso de náuseas, comprendí que le había malinterpretado.
—Cuando dices nosotros... —susurré.
—Me refiero a mí y a mi familia.
Cada palabra sonó separada y clara.
Sacudí la cabeza de un lado a otro mecánicamente, intentando aclararme.
Esperó sin mostrar ningún signo de impaciencia. Me llevó unos minutos volver a
estar en condiciones de hablar.
—Vale —dije—. Voy contigo.
—No puedes, Bella. El lugar adonde vamos... no es apropiado para ti.
—El sitio apropiado para mí es aquel en el que tú estés.
—No te convengo, Bella.
—No seas ridículo —quise sonar enfadada, pero sólo conseguí parecer
suplicante—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Mi mundo no es para ti —repuso con tristeza.
—¡Lo que ha ocurrido con Jasper no ha sido nada, Edward, nada!
—Tienes razón —concedió él—. Era exactamente lo que se podía esperar.
—¡Lo prometiste! Me prometiste en Phoenix que siempre permanecerías...
—Siempre que fuera bueno para ti —me interrumpió para rectificarme.
—¡No! ¿Esto tiene que ver con mi alma, no? —grité, furiosa, mientras las
palabras explotaban dentro de mí, aunque a pesar de todo seguían sonando como
una súplica—. Carlisle me habló de eso y a mí no me importa, Edward. ¡No me
importa! Puedes llevarte mi alma, porque no la quiero sin ti, ¡ya es tuya!
Respiró hondo una vez más y clavó la mirada ausente en el suelo durante un
buen rato. Torció levemente los labios. Cuando levantó los ojos, me parecieron
diferentes, mucho más duros, como si el oro líquido se hubiese congelado y vuelto
sólido.
—Bella, no quiero que me acompañes —pronunció las palabras de forma
concisa y precisa sin apartar los ojos fríos de mi rostro, observándome mientras yo
comprendía lo que me decía en realidad.
Hubo una pausa durante la cual repetí esas palabras en mi fuero interno varias
veces, tamizándolas para encontrar la verdad oculta detrás de ellas.
—¿Tú... no... me quieres? —intenté expulsar las palabras, confundida por el
modo como sonaban, colocadas en ese orden.
—No.
Le miré, sin comprenderle aún. Me devolvió la mirada sin remordimiento. Sus
ojos brillaban como topacios, duros, claros y muy profundos. Me sentí como si cayera
dentro de ellos y no pude encontrar nada, en sus honduras sin fondo, que
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