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Sentí algo que cambiaba debajo de mí, seguido del olor a cuero de la chaqueta
de comisario de mi padre. Charlie se tambaleó bajo mi peso.
—Quizás debería seguir sosteniéndola —sugirió Sam Uley.
—Ya la tengo —replicó Charlie, un poco sin aliento.
Caminó despacio y con dificultad. Deseaba decirle que me pusiera en el suelo y
me dejara andar, pero no tenía aliento para hablar.
La gente que nos rodeaba llevaba luces por todas partes. Parecía como una
procesión. O como un funeral. Cerré los ojos.
—Ya casi estamos en casa, cielo —murmuraba Charlie una y otra vez.
Abrí los ojos otra vez cuando sentí que se abría la puerta. Nos hallábamos en el
porche de nuestra casa. El tal Sam, un hombre moreno y alto, sostenía la puerta
abierta para que Charlie pudiera pasar al tiempo que mantenía un brazo extendido
hacia nosotros, en previsión de que a Charlie le fallaran las fuerzas. Pero consiguió
entrar en la casa y llevarme hasta el sofá del salón.
—Papá, estoy mojada de la cabeza a los pies —protesté sin energía.
—Eso no importa —su voz sonaba ronca y entonces empezó a hablar con
alguien más—. Las mantas están en el armario que hay al final de las escaleras.
—¿Bella? —me llamó otra voz diferente. Miré al hombre de pelo gris que se
inclinaba sobre mí y lo reconocí después de unos cuantos segundos.
—¿Doctor Gerandy? —murmuré.
—Así es, preciosa —contestó—. ¿Estás herida, Bella?
Me llevó un minuto pensar en ello. Me sentía confusa, ya que ésa era la misma
pregunta que Sam Uley me había hecho en el bosque. Sólo que Sam me la había
formulado de otra manera: ¿Te han herido? La diferencia parecía implicar algún
significado.
El doctor Gerandy permaneció a la espera. Alzó una de sus cejas entrecanas y se
profundizaron las arrugas de su frente.
—No estoy herida —le mentí. Sin embargo, le había respondido la verdad si se
tenía en cuenta lo que en apariencia quería preguntar.
Colocó su cálida mano sobre mi frente y sus dedos presionaron el interior de mi
muñeca. Le vi mover los labios mientras contaba las pulsaciones sin apartar la vista
del reloj.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó como quien no quiere la cosa.
Me quedé helada bajo su mano, sintiendo el pánico al fondo de mi garganta.
—¿Te perdiste en el bosque? —insistió.
Yo era consciente de que había más gente escuchando. Allí había tres hombres
altos de rostros morenos —muy cerca unos de otros— que no me perdían de vista;
supuse que venían de La Push, la reserva india de los quileute en la costa. Sam Uley
estaba entre ellos. El señor Newton se encontraba allí con Mike y el señor Weber, el
padre de Angela. Se habían reunido todos allí, y me miraban más subrepticiamente
que los mismos extraños. Otras voces profundas retumbaban en la cocina y fuera, en
la puerta principal. La mitad de la ciudad debía de haber salido en mi busca.
Charlie era el que estaba más cerca y se inclinó para escuchar mi respuesta.
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