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Charlie pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Ya vale, Bella! Te voy a enviar a casa.
Levanté la vista del bol de cereales —encima del cual cavilaba más que comía—
y contemplé horrorizada a Charlie. No había atendido a la conversación, más bien, ni
siquiera era consciente de que estuviéramos teniendo una, y no estaba muy segura
de lo que me decía.
—Ya estoy en casa —murmuré, confusa.
—Voy a enviarte con Renée, a Jacksonville —aclaró él.
Charlie me miró, exasperado, mientras yo intentaba comprender el sentido de
sus palabras, con lentitud.
—¿Qué quieres que haga? —vi cómo se crispaba su rostro.
Me sentí fatal. Mi comportamiento había sido irreprochable durante los últimos
cuatro meses. Después de aquella primera semana, que ninguno de los dos
mencionaba jamás, no había faltado un solo día a la escuela ni al trabajo. Mis notas
eran magníficas. Nunca había roto el toque de queda, aunque no había ningún toque
de queda que romper si se tenía en cuenta que no salía a ninguna parte y eran raras
las ocasiones en que trabajaba en la tienda fuera de mi horario.
Charlie me contempló con cara de pocos amigos.
—Es que no haces nada. Ése es el problema. Que nunca haces nada.
—¿Acaso quieres que me meta en problemas? —le pregunté al tiempo que
alzaba las cejas con perplejidad. Hice un esfuerzo para prestar atención, pero no era
fácil. Estaba tan acostumbrada a mantenerme aparte de todo que mis oídos se
aturullaban.
—¡Tener problemas sería mejor que... que este arrastrarse de un lado para otro
todo el tiempo!
El comentario me dolió un poco. Me había esforzado en evitar cualquier
manifestación de taciturnidad, y eso incluía lo de no arrastrarse.
—No me arrastro.
—Palabra equivocada —concedió de mala gana—. Arrastrarse sería mucho
mejor, porque ya sería hacer algo... Es sólo que estás... sin vida, Bella. Quizá ésa sea la
expresión adecuada.
Esta vez la acusación dio en el blanco. Suspiré e intenté imprimir una cierta
animación a mi respuesta.
—Lo siento, papá —mi disculpa sonó algo inexpresiva, incluso para mí.
Pensaba que estaba consiguiendo engañarle. El único motivo de aquel intento era
evitar que Charlie sufriera. Era deprimente descubrir que el esfuerzo había sido en
vano.
—No quiero que te disculpes.
Suspiré.
—Entonces, dime qué quieres que haga.
—Bella, cariño... —vaciló antes de seguir hablando mientras evaluaba mi
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