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AUTOR                                                                                               Libro
                     Mientras conducía, pensé que, además, me preocupaba un poco cuál sería la
               reacción de Billy al verme, si se mostraría excesivamente complacido. En la mente de
               aquel hombre, sin duda, todo había funcionado mucho mejor de lo que se hubiera
               atrevido a desear. Su placer y su alivio sólo servirían para recordarme a esa persona a
               la   que   él   no   soportaba.  Por   favor,   otra   vez   hoy   no,  rogué   mentalmente.   Estaba
               reventada.
                     La casa de los Black me resultaba vagamente familiar; era pequeña, de madera,
               con ventanas estrechas y pintada un color rojo mate que la asemejaba a un granero
               diminuto. La cabeza de Jacob asomó por una ventana antes incluso de que yo saliera
               del coche. No cabía duda de que el peculiar rugido del motor le había alertado de mi
               proximidad. Jacob le estaba muy agradecido a Charlie por haberme comprado el
               coche, ya que de este modo le había salvado a él de tener que conducirlo cuando
               cumpliera la edad legal para sacarse el carné. A mi padre le gustaba mucho mi coche,
               pero al parecer, para Jacob, la restricción en la velocidad era un serio inconveniente.
                     Nos encontramos a mitad de camino de la casa.
                     —¡Bella! —una sonrisa entusiasta se extendió veloz por su rostro, y sus dientes
               brillantes contrastaron vividamente con el rojizo intenso de su piel. Nunca había
               visto antes su pelo fuera de la habitual cola de caballo, pero ahora caía a ambos lados
               de su cara como dos negras cortinas de satén.
                     Jacob había desarrollado durante los últimos ocho meses buena parte de su
               potencial físico. Había superado ya ese punto en que los blandos músculos de la
               infancia se endurecen hasta alcanzar la complexión sólida, pero desgarbada, de un
               adolescente. Las venas y los tendones sobresalían de su piel de color marrón rojizo en

               sus brazos y sus manos. Su rostro no había perdido la dulzura que yo recordaba,
               aunque también se había endurecido: los pómulos y la mandíbula estaban más
               cuadrados. Había perdido toda la suavidad restante de la infancia.
                     —¡Hola, Jacob! —sentí una desconocida oleada de entusiasmo ante su sonrisa.
               Fui consciente de lo mucho que me alegraba de volver a verle y esta idea me
               sorprendió.
                     Le devolví la sonrisa y algo se encajó silenciosamente en su lugar con un clic,
               como si fueran dos piezas que se acoplan en un puzzle. Había olvidado cuánto me
               gustaba Jacob Black.
                     Se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y le miré sorprendida, inclinando
               mi cabeza hacia atrás a través de la lluvia que caía a mares por mi rostro.
                     —¡Has vuelto a crecer! —le acusé asombrada.
                     Se echó a reír y su sonrisa se ensanchó hasta lo inverosímil.
                     —Uno noventa —proclamó con gran satisfacción. Su voz se había vuelto más
               grave, aunque conservaba el tono ronco que yo recordaba.
                     —¿Es que no vas a parar nunca? —sacudí la cabeza con incredulidad—. Te has
               puesto enorme.
                     —La verdad es que estoy hecho un espárrago —hizo una mueca—. ¡Entra! Te
               estás poniendo perdida.
                     Me indicó el camino y, mientras lo hacía, retorcía su pelo entre sus enormes




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