Page 164 - Crepusculo 1
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También caí en la cuenta de que no se veía por ninguna parte a Rosalie y a Emmett.
Recordé entonces la negativa demasiado inocente de Edward cuando le pregunté si no les
agradaba a todos.
La expresión de Carlisle me distrajo del hilo de mis pensamientos. Miraba a Edward de
forma significativa con gran intensidad. Vi a Edward asentir una vez con el rabillo del ojo.
Miré hacia otro lado, intentando ser amable, y mis ojos vagaron de nuevo hacia el
hermoso instrumento que había sobre la tarima al lado de la puerta. Súbitamente recordé una
fantasía de mi niñez, según la cual, compraría un gran piano de cola a mi madre si alguna vez
me tocaba la lotería. No era una buena pianista, sólo tocaba para sí misma en nuestro piano de
segunda mano, pero a mí me encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta, entonces me
parecía un ser nuevo y misterioso, alguien diferente a la persona a quien daba por hecho que
conocía. Me hizo tomar clases, por supuesto, pero, como la mayoría de los niños, lloriqueé
hasta conseguir que dejara de llevarme.
Esme se percató de mi atención y, señalando el piano con un movimiento de cabeza, me
preguntó:
—¿Tocas?
Negué con la cabeza.
—No, en absoluto. Pero es tan hermoso... ¿Es tuyo?
—No —se rió—. ¿No te ha dicho Edward que es músico?
—No —entrecerré los ojos antes de mirarle—. Supongo que debería de haberlo sabido.
Esme arqueó las cejas como muestra de su confusión.
—Edward puede hacerlo todo, ¿no? —le expliqué.
Jasper se rió con disimulo y Esme le dirigió una mirada de reprobación.
—Espero que no hayas estado alardeando... Es de mala educación —le riñó.
—Sólo un poco —Edward rió de buen grado, el rostro de Esme se suavizó al oírlo y
ambos intercambiaron una rápida mirada cuyo significado no comprendí, aunque la faz de ella
parecía casi petulante.
—De hecho —rectifiqué—, se ha mostrado demasiado modesto.
—Bueno, toca para ella —le animó Esme.
—Acabas de decir que alardear es de mala educación —objetó Edward.
—Cada regla tiene su excepción —le replicó.
—Me gustaría oírte tocar —dije, sin que nadie me hubiera pedido mi opinión.
—Entonces, decidido.
Esme empujó hacia el piano a Edward, que tiró de mí y me hizo sentarme a su lado en
el banco. Me dedicó una prolongada y exasperada mirada antes de volverse hacia las teclas.
Luego sus dedos revolotearon rápidamente sobre las teclas de marfil y una composición,
tan compleja y exuberante que resultaba imposible creer que la interpretara un único par de
manos, llenó la habitación. Me quedé boquiabierta del asombro y a mis espaldas oí risas en
voz baja ante mi reacción.
Edward me miró con indiferencia mientras la música seguía surgiendo a nuestro
alrededor sin descanso. Me guiñó un ojo:
—¿Te gusta?
—¿Tú has escrito esto? —dije entrecortadamente al comprenderlo.
Asintió.
—Es la favorita de Esme.
Cerré los ojos al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Qué ocurre?
—Me siento extremadamente insignificante.
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