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Me miró con gesto pensativo durante unos segundos antes de responder.
                     —Quería informarme de ciertas noticias... No sabía si era algo que yo debería compartir
               contigo.
                     —¿Lo harás?
                     —Tengo que hacerlo, porque durante los próximos días, tal vez semanas, voy a ser un
               protector muy autoritario y me disgustaría que pensaras que soy un tirano por naturaleza.
                     —¿Qué sucede?
                     —En sí mismo, nada malo. Alice acaba de «ver» que pronto vamos a tener visita. Saben
               que estamos aquí y sienten curiosidad.
                     —¿Visita?
                     —Sí, bueno... Los visitantes se parecen a nosotros en sus hábitos de caza, por supuesto.
               Lo más probable es que no vayan a entrar al pueblo para nada, pero, desde luego, no voy a
               dejar que estés fuera de mi vista hasta que se hayan marchado.
                     Me estremecí.
                     —¡Por  fin,  una  reacción  racional!  —murmuró—.  Empezaba  a  creer  que  no  tenías
               instinto de supervivencia alguno.
                     Dejé pasar el comentario y aparté la vista para que mis ojos recorrieran de nuevo la
               espaciosa estancia. Él siguió la dirección de mi mirada.
                     —No es lo que esperabas, ¿verdad? —inquirió muy ufano.
                     —No —admití.
                     —No hay ataúdes ni cráneos apilados en los rincones. Ni siquiera creo que tengamos
               telarañas... ¡Qué decepción debe de ser para ti! —prosiguió con malicia.
                     Ignoré su broma.
                     —Es tan luminoso, tan despejado.
                     Se puso más serio al responder:
                     —Es el único lugar que tenemos para escondernos.
                     Edward seguía tocando la canción, mi canción, que siguió fluyendo libremente hasta su
               conclusión, las notas finales habían cambiado, eran más melancólicas y la última revoloteó en
               el silencio de forma conmovedora.
                     —Gracias —susurré.
                     Entonces  me  di  cuenta  de  que  tenía  los  ojos  anegados  en  lágrimas.  Me  las  enjugué,
               avergonzada.
                     Rozó la comisura de mis ojos para atrapar una lágrima que se me había escapado. Alzó
               el dedo y examinó la gota con ademán inquietante. Entonces, a una velocidad tal que no pude
               estar segura de que realmente lo hiciera, se llevó el dedo a la boca para saborearla.
                     Le  miré  de  manera  intuitiva,  y  Edward  sostuvo  mí  mirada  un  prolongado  momento
               antes de esbozar una sonrisa finalmente.
                     —¿Quieres ver el resto de la casa?
                     —¿Nada de ataúdes? —me quise asegurar.
                     El sarcasmo de mi voz no logró ocultar del todo la leve pero genuina ansiedad que me
               embargaba. Se echó a reír, me tomó de la mano y me alejó del piano.
                     —Nada de ataúdes —me prometió.
                     Acaricié  la  suave  y  lisa  barandilla  con  la  mano  mientras  subíamos  por la  imponente
               escalera. En lo alto de la misma había un gran vestíbulo de paredes revestidas con paneles de
               madera color miel, el mismo que las tablas del suelo.
                     —La habitación de Rosalie y Emmett... El despacho de Carlisie. .. —Hacía gestos con
               la mano conforme íbamos pasando delante de las puertas—. La habitación de Alice...
                     Edward  hubiera  continuado,  pero  me  detuve  en  seco  al  final  del  vestíbulo,
               contemplando con incredulidad el ornamento que pendía del muro por encima de mi cabeza.
               Se rió entre dientes de mi expresión de asombro.




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