Page 211 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 211

estare-mos en tierra firme, o habremos muerto. Así, pues, a la gra-cia de Dios y hasta esta
                  noche.

                  El canadiense se retiró, dejándome aturdido. Yo había pensado que cuando llegara el
                  momento tendría tiempo de reflexionar y de discutir. Pero mi obstinado compañero no me
                  lo permitía. Después de todo, ¿qué hubiera podido de-cirle? Ned Land tenía sobrada razón
                  de querer aprovechar la oportunidad. ¿Podía yo faltar a mi palabra y asumir la
                  responsabilidad de comprometer el porvenir de mis com-pañeros por mi interés personal?
                  ¿No era acaso muy proba-ble que el capitán Nemo nos llevara al día siguiente lejos de toda
                  tierra?

                  Un fuerte silbido me anunció en aquel momento que se estaban llenando los depósitos y
                  que el Nautilus se sumergía.

                  Permanecí en mi camarote. Deseaba evitar al capitán para ocultar a sus ojos la emoción que
                  me embargaba. Triste jornada la que así pasé, entre el deseo de recuperar la pose-sión de mi
                  libre arbitrio y el pesar de abandonar ese maravi-lloso Nautilus y de dejar inacabados mis
                  estudios submari-nos. ¡Dejar así ese océano, «mi Atlántico», como yo me complacía en
                  llamarle, sin haber observado sus fondos, sin robarle esos secretos que me habían revelado
                  los mares de la India y del Pacífico! Mi novela caía de mis manos en el pri-mer volumen,
                  mi sueño se interrumpía en el mejor momen-to. ¡Qué difíciles fueron las horas que pasé así,
                  ya viéndome sano y salvo, en tierra, con mis compañeros, ya deseando, contra toda razón,
                  que alguna circunstancia imprevista im-pidiera la realización de los proyectos de Ned
                  Land!

                  Por dos veces fui al salón para consultar el compás. Que-ría ver si la dirección del Nautilus
                  nos acercaba a la costa o nos alejaba de ella. Seguíamos en aguas portuguesas, rumbo al
                  Norte.

                  Había que decidirse y disponerse a partir. Bien ligero era mi equipaje. Mis notas,
                  únicamente.

                  Me preguntaba yo qué pensaría el capitán Nemo de nues-tra evasión, qué inquietudes y qué
                  perjuicios le causaría tal vez, así como lo que haría en el doble caso de que resultara
                  descubierta o fallida. No podía yo quejarme de él, muy al contrario. ¿Dónde hubiera podido
                  hallar una hospitalidad más franca que la suya? Cierto es que al abandonarle no po-día
                  acusárseme de ingratitud. Ningún juramento nos ligaba a él. No era con nuestra palabra con
                  lo que él contaba para tenernos siempre junto a sí, sino con la fuerza de las cosas. Pero esa
                  declarada pretensión de retenernos a bordo eter-namente, como prisioneros, justificaba
                  todas nuestras ten-tativas.

                  No había vuelto a ver al capitán desde nuestra visita a la isla de Santorin. ¿Me pondría el
                  azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo temía a la vez. Me puse a la
                  escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al mío, pero no oí nada. Su
                  camarote debía estar vacío.
   206   207   208   209   210   211   212   213   214   215   216