Page 212 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Se me ocurrió pensar entonces si se hallaría a bordo el ex-traño personaje. Desde aquella
noche en que la canoa había abandonado al Nautilus en una misteriosa expedición, mis
ideas sobre él se habían modificado ligeramente. Después de aquello, pensaba que el
capitán Nemo, dijera lo que dije-se, debía haber conservado con la tierra algunas relaciones.
¿Sería cierto que no abandonaba nunca el Nautilus? Habían pasado semanas enteras sin que
yo le viera. ¿Qué hacía du-rante ese tiempo? Mientras yo le había creído presa de un acceso
de misantropía, ¿no habría estado realizando, lejos de allí, alguna acción secreta cuya
naturaleza me era total-mente desconocida?
Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la ex-traña situación en que me
hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sentía yo un malestar insoportable. La espera
me parecía eterna. Las horas pasaban demasiado lentamen-te para mi impaciencia.
Me sirvieron, como siempre, la cena en mi camarote, y comí mal, por estar demasiado
preocupado. Me levanté de la mesa a las siete. Ciento veinte minutos que habría de
con-tar uno a uno me separaban aún del momento en que debía unirme a Ned Land. Mi
agitación crecía y me latían los pul-sos con fuerza. No podía permanecer inmóvil. Iba y
venía, esperando calmar mi turbación con el movimiento. La idea de sucumbir en nuestra
temeraria empresa era la menor de mis preocupaciones. Lo que me hacía estremecerme, lo
que agitaba los latidos de mi corazón, era el temor de ver descubierto nuestro proyecto
antes de dejar el Nautilus o la idea de vernos llevados ante el capitán Nemo, irritado o, lo
que hu-biera sido peor, entristecido por mi abandono.
Quise ver el salón por última vez. Me adentré por el corre-dor y llegué al museo en que
había pasado tantas horas, tan agradables como útiles. Miré todas aquellas riquezas, todos
aquellos tesoros, como un hombre en vísperas de un exilio eterno, que parte para nunca más
volver. Iba yo a abandonar para siempre aquellas maravillas de la naturaleza y aquellas
obras maestras del arte entre las que había vivido tantos días. Hubiera querido hundir mis
miradas en el Atlántico a través de los cristales, pero los paneles de acero los recubrían
herméticamente, separándome de ese océano que no cono-cía aún.
Recorrí el salón y llegué cerca de la puerta que lo comuni-caba con el camarote del capitán.
Vi con sorpresa que la puerta estaba entreabierta. Retrocedí instintivamente. Si el capitán
Nemo se hallaba en su camarote podía verme. Pero al no oír ningún ruido me acerqué. El
camarote estaba vacío. Empujé la puerta y pasé al interior, que presentaba como siempre el
mismo aspecto severo, cenobial.
Llamaron mi atención unos aguafuertes colgados en la pared que no había observado
durante mi primera visita. Eran retratos, retratos de esos grandes hombres históricos cuya
existencia no ha sido más que una permanente y abne-gada entrega a un gran ideal:
Kosciusko, el héroe caído al grito de Finis Poloniae; Botzaris, el Leónidas de la Grecia
moderna; O'Connell, el defensor de Irlanda; Washington, el fundador de la Unión
americana; Manin, el patriota italia-no; Lincoln, asesinado a tiros por un esclavista, y, por
últi-mo, el mártir de la liberación de la raza negra, John Brown, colgado en la horca, tal
como lo dibujó tan terriblemente el lápiz de Victor Hugo.